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LAS HERIDAS DE IRLANDA: AHORA HABLAN LAS VICTIMAS
abusoViaje al País católico convulsionado por el escándalo: miles de adolescentes violados por religiosos.
ENRICO FRANCESCHINI 
DUBLÍN
por nuestro enviado
Era una niña de ocho años cuando la arrancaron de los brazos de su madre, al ser juzgada incapaz de poder mantenerla y la encerraron en un orfanato.
«Viví prisionera de una pesadilla, hasta la mayoría de edad», recuerda Kathleen O´Sullivan, una de las víctimas de la violencia y de los abusos  sexuales perpetrados por décadas en las escuelas, en los reformatorios, en las parroquias, de toda Irlanda. «Las monjas nos hacían pasar hambre, comía carne, una salchicha, solo en Navidad y recibía un huevo duro en Pascua. Pero esto era lo de menos. Nos pegaban por pequeñeces. Nos torturaban física y psicológicamente. Del miedo me orinaba en la cama todas las noches y ellas en penitencia me obligaban a desfilar desnuda por el dormitorio, con la sábana mojada de orina, sobre la cabeza. Era un sistema sádico, satánico. Los periódicos han escrito que fue nuestro Holocausto».
En el Ulster, bajo shock, por el dossier que revela el horror sufrido por miles de adolescentes en 216 reformatorios e institutos religiosos entre 1914 y el año 2000. Un escándalo que involucra a curas, monjas y obispos que sabían y no denunciaron. Ahora los testigos acusan: “Es nuestro Holocausto”.
«Pero si es así, todavía esperamos a que Nuremberg haga plena luz y justicia sobre esa  monstruosa abominación».
Luz y justicia tenían que surgir con la investigación encargada por el gobierno, que ha durado diez años y ha terminado en mayo pasado con un voluminoso informe. Cinco mil páginas de testimonios e investigaciones sobre la actividad de 216 institutos administrados por curas, frailes, monjas, por los cuales entre el 1914 y el año 2000 han pasado 35 mil menores. La publicación ha turbado profundamente la Isla de Esmeralda. El 90% de los testigos han reconocido haber padecido violencias físicas. La mitad han contado haber sufrido abusos sexuales. Muchos eran huérfanos. Otros como Kathleen O´Sullivan, eran arrancados de sus familias pobres sin ninguna razón, para ser transformados en esclavos de trabajo. Desnutrición, golpes, terror y violaciones, eran su pan cotidiano. Entre los irlandeses el shock ha sido inmenso. Incluso, según las estadísticas ha disminuído el número de fieles que va a misa. Mucha gente ha perdido la fe en la Iglesia, en el Estado, en el prójimo. Irlanda se ha mirado al espejo y lo que ha visto la ha hecho estremecerse.
Y sin embargo a seis meses de distancia de la publicación, se multiplican las acusaciones, según las cuales el informe ha sido un «encubrimiento», un «embarrado» o «solo la punta del iceberg», como sostiene Kathleen, una de las pocas víctimas que ha logrado reconstruirse una existencia: hoy es juez de paz y ha escrito un libro, "Childhood interrupted" (Infancia interrumpida), sobre la tragedia vivida por ella y por miles de sus compatriotas. El proceso de reparación y de expiación, afirman las  asociaciones formadas por los “sobrevivientes”, ha sido superficial, apresurado, restrictivo. Para comenzar, el informe no da nombres, ni de las víctimas y esto en parte es comprensible, ni de los verdugos – a menos que ya no hayan sido condenados judicialmente, y esto protege a decenas o centenas de individuos, no solo de la justicia penal, sino de al menos ser identificados en público. «Dos de las monjas que me torturaron por años todavía están vivas, libres», dice la señora  O´Sullivan, «yo quisiera reencontrarme con ellas en la sala de audiencias del tribunal, mirarlas a la cara, escuchar qué responden a las acusaciones y eso no es posible». En segundo lugar, sólo una parte de las víctimas han sido localizadas e interrogadas:
«Nadie me ha interrogado a mí y quién sabe cuántos otros no han sido escuchados», acusa Katlheen. Y además, a causa de un acuerdo con los Christian Brothers, la más vasta asociación religiosa nacional, es sobre todo el estado, no la iglesia, quien paga los resarcimientos a las víctimas que inician causas judiciales, 12 mil de las cuales hasta ahora han recibido compensaciones por un total de un millón de euros. La iglesia Irlandesa ha salido del paso con una indemnización de 34 millones de euros y el acuerdo la resguarda de ulteriores reivindicaciones legales.

Si no lo ha hecho con dinero, la Iglesia ha pagado en mortificaciones. Un cardenal irlandés se ha jubilado anticipadamente. Bajo presión del Vaticano, cuatro obispos se han visto obligados a dimitir de sus cargos. Un puñado de sacerdotes han terminado en prisión. Uno se ha suicidado. Y en Roma Benedicto XVI ha pedido que se tomen medidas para impedir que sucedan nuevamente abusos similares» ¿Pero es suficiente? No para las víctimas.
El informe revela que la Arquidiócesis de Dublin ha escondido «obsesivamente» los abusos, por al menos treinta años. Trece obispos estaban al tanto de las violencias y no las denunciaron. Un cura ha admitido haber abusado sexualmente de más de cien niños y no ha sido removido de su cargo. Otro ha confesado haber abusado de un niño por semana a lo largo de veinticinco años y no ha perdido su puesto. «No ha habido arrestos o dimisiones masivas, ni entre los religiosos, ni entre las autoridades que se han convertido en cómplices, cubriendo los crímenes», dice Kathleen O´Sullivan.
La comisión de investigación ha sido creada sobre la ola de escándalo suscitado por un valiente documental televisivo que ha revelado por primera vez lo que se escondía detrás de los muros de iglesias y conventos, acusan las asociaciones de las víctimas, pero el objetivo era  «dar vuelta la página, cerrar el doloroso capítulo, o incluso enarenarlo». Continúa  Kathleen, en su acto de acusación sin más lágrimas para verter: «El primer presidente de la comisión ha dimitido después de tres años afirmando que no tenía libertad de acción, es decir, que no podía trabajar. El presidente que tomó su lugar era un juez ligado al stablishmen religioso. El resultado se ve».
Que quede bien entendido, las cinco mil páginas del informe no sobrevuelan sobre lo que acaecía dentro de las “casas de los horrores”, como las definen las víctimas. Los periódicos han resumido hasta el momento el contenido y ha bastado para hacer que les inundasen con cartas que dicen: “Me avergënzo de ser irlandés”. No es una lectura fácil, pero hay que hacerla, para intentar comprender. Es como si de esos edificios adornados con el crucifijo sobre el que ha muerto el Señor, de esas casas de Dios en las que regía, durante gran parte del día, la regla del silencio, de repente salieran los gritos desesperados de generaciones de niños. Escuchémosles. A los niños “se les daban puñetazos y patadas, latigazos, cuchilladas, obligados a arrodillarse o a quedarse de pié por días enteros, obligados a dormir al aire libre en invierno, a hacerse duchas heladas, colgados a un palo, atacados por los perros, atados para pegarles mejor”. Dice uno de ellos: “No hice bien la cama. El cura me hizo desnudarme y me dió latigazos por mucho tiempo con un látigo de cuero al que habían pegado monedas”.
Otro: “Nada más llegar, el fraile me hizo desnudarme, apoyarme a un escritorio con las piernas abiertas, me ordenó decir el Padre Nuestro y se puso a darme latigazos”. Una tercera persona: “No olvidaré nunca el gato con nueve colas”. Otro: “El cura dejaba el látigo de cuero fuera de noche, para que se helara e hicese más daño”. Más todavía: “Me echaban sal en las heridas para que me quemasen más. Otro: “Le gustaba tenerme la cabeza entre las piernas y darme latigazos en el culo”. Más: “La noche era lo peor, si no venían a buscarte a ti, oías que se llevaban a otro y los gritos se escuchaban en todo el edificio”.
Lista de abusos sexuales en un istituto religioso: “89 masturbaciones forzadas, 68 violaciones anales, 6 penetraciones digitales”. Un niño: “El cura me tomó la mano y se la puso en sus partes íntimas. Empezé a llorar. Me dió bofetones. La noche siguiente volvió e hice lo que me pedía”. Otro: “Me cerraba con llave en su habitación, me desnudaba, se hacía tocar, me golpeaba y después me violaba”. Otro: “Un fraile me miraba mientras el otro me violaba, después hacían cambio”. Una niña: “La monja me daba latigazos con una cintura que tenía la hevilla de metal”. Otra: “La monja me hacía comer mi vómito”. Otra más: “Me ató a la cama y me dió cien latigazos”.
Lista de abusos sexuales, esta vez sobre niñas: “27 violaciones vaginales, 22 masturbaciones forzadas, 10 contactos genitales”. Un ejemplo por todos: “La monja me llevó donde un hombre. Ella me desnudó, me lavó, me tocó, después me entregó a él para que me violase”.
Todos los días, tres veces al día, los toques de la campana del Angelus resuenan en el primer canal de la televisión nacional irlandesa, como para barrer el tiempo del país más fervientemente católico de Europa. Pero hoy los irlandeses se preguntan con angustia para quien toca de verdad esa campana. ¿Para los miles de víctimas de la abominación, que han obtenido solo un atisbo de justicia? ¿Para la iglesia católica irlandesa, abatida por las dimisiones y los procesos? ¿O por el Vaticano y por el Papa Benedicto XVI, que las asociaciones de supervivientes de la tragedia acusan de una condena tardía y demasiado débil?
¿O suena por toda la Irlanda, por sus instituciones, sospechosas de haber lanzado la investigación más para esconder que para hacer emerger hasta el fondo la dimensión del horror y las responsabilidades colectivas? “Esto es lo que me da mas horror”, dice Kathleen O´Sullivan “la idea de que tantas personas haya podido causar tanto daño, o que al menos lo hayan tolerado, hayan preferido no verlo y también hoy prefieran olvidar. Uno se pregunta si eran todos monstruos o si esta es la normalidad humana”. No solo por las víctimas y verdugos, no solo por curas y monjas, por políticos y policías, suena en Dublín la campana del Angelus. Suena por todos.

Abolir la regla del celibato. Es la única solución.
HANS KUNG

Abusos sexuales en masa en niños y jóvenes por manos de curas católicos, desde los Estados Unidos a Alemania, pasando por Irlanda: un enorme daño a la imagen de la iglesia católica, pero también una señal evidente de su profunda crisis.
El primero en tomar posición públicamente en nombre de la Conferencia episcopal alemana ha sido su presidente, el arzobispo Robert Zollitsch (de Friburgo). Su condena de los abusos, definidos “crímenes horrorosos”, y la petición de perdón son los primeros pasos en el proceso de asumir  responsabilidades para hacer las cuentas con el pasado, pero no se puede quedar ahí. La toma de posición de Zollitsch demuestra sin duda graves errores de evaluación contra los que hay que protestar.
Primera afirmación: Los abusos sexuales perpetrados por los sacerdotes no tienen nada que ver con el celibato.
¡Objeción! Es indiscutibile que dichos abusos se verifiquen también en el seno de las familias, en las escuelas, en las asociaciones y también en las iglesias en las que no rige la regla del celibato.
¿Pero cómo es que se verifican en masa justo en la iglesia católica, guíada por los célibes?
Está claro que estas culpas no se pueden atribuir exclusivamente al celibato. Pero esta condición es la más importante expresión estructural del enfoque que los altos cargos eclesiásticos tienen con respecto a la sexualidad. Demos una ojeada al Nuevo Testamento: Jesús y Pablo es verdad que fueron ejemplo de celibato al servicio de los hombres, pero dejando a los individuos la plena libertad con respecto a este tema. Pedro y los demás apóstoles estaban casados en el ejercicio de su cargo. Esta condición quedó como obvia para obispos y presbíteros y se ha mantenido hasta hoy en oriente también en las iglesias unidas con Roma, como en toda la Ortodoxia, por lo menos en lo que se refiere a los curas. La regla romana del celibato está en contradicción con el Evangelio y con la antigua tradición católica. Debe ser abolida.
Segunda afirmación: Es “completamente equivocado” reconducir los casos de abuso a defectos del sistema eclesiástico.
¡Objeción! La regla del celibato no existía todavía en el primer milenio. En occidente fue impuesta en el undécimo siglo bajo el influjo de los monjes (voluntariamente célibes) sobretodo del Papa de Canossa, Gregorio VII, ante la decidida oposición del clero de Roma. Los curas protestaron por miles contra la nueva regla. El clero alemán se expresó así en una petición: “Quizás el Papa ignora la palabra del Señor: “quien pueda entender, entienda” (Mateo 19,12) En esta afirmación, la única sobre el celibato, Jesús sostiene la libre elección de este modo de vivir”. La regla del celibato se convierte de esta forma –junto al absolutismo papal y al clericalismo forzado – en uno de los pilares esenciales del “sistema romano”.
Al contrario de lo que sucede en las Iglesias orientales, se tiene la impresión de que el clero célibe occidental, sobretodo a través del celibato, se diferencie totalmente del pueblo cristiano: una clase social en si misma, dominante, que fundamentalmente se encuentra por encima del laicado, pero que está sometida completamente al Papa de Roma. La obligación del celibato es el motivo principal de la catastrófica carencia de sacerdotes, de la falta de celebración de la eucaristía, con todas sus consecuencias, y, en muchos lugares, de la ruina del cuidado personal de las almas. Todo esto se disimula a través de la fusión de las parroquias en “unidades de cuidado de las almas, con párrocos obligados a obrar por encima de sus fuerzas. ¿Pero cuál sería el mejor estímulo para la nueva generación de sacerdotes? La abolición de la regla del celibato, raíz de todo mal, y permitir la ordenación de las mujeres. Los obispos lo saben, pero tendrían que tener también el coraje de decirlo. Obtendrían el consenso de la mayor parte de la población y también de los católicos los cuales, según las estadísticas más recientes, esperan que a los curas se les permita casarse.

Tercera afirmación: Los obispos se han asumido responsabilidad suficiente.

Es obviamente positivo que se tomen ahora serias medidas que miren a la investigación y a la prevención. ¿Pero no son quizás los obispos mismos los responsables de la práctica de ocultamiento por décadas de los casos de abuso, que a menudo han llevado solo al traslado de los culpables con la máxima reserva? ¿Quien en el pasado ha ocultado es creíble hoy en el cargo de la investigación? ¿No deberían ser constituidas comisiones independientes? Hasta hoy ningún obispo ha admitido su propia corresponsabilidad. Pero podría ser en respeto de las instrucciones recibidas de Roma. Al fin de garantizar la más absoluta reserva la Congregación vaticana para la fe ha declarado su exclusiva competencia en todos los casos importantes de delitos sexuales a cargo de religiosos, de esta forma los casos relativos a los años 1981-2005 han terminado en el escritorio del entonces Prefecto, el Cardenal Ratzinger.
Este último envió antes del 18 de mayo del 2001 una misiva solemne sobre los graves delitos («Epistula de delictis gravioribus») a todos los obispos del mundo, poniendo los casos de abuso bajo secreto pontificio (“secretum Pontificium”) cuya violación está sujeta a pena del clero.
¿Por lo tanto la Iglesia no debería esperar un “mea culpa” también por parte del Papa, en conjunto con los obispos? Y, como una reparación más, que la regla del celibato, que no ha sido permitido poner en discusión durante el concilio vaticano segundo, pueda ser ahora finalmente analizada libremente y abiertamente en el seno de la iglesia. Con la misma apertura con la que finalmente hoy se hacen las cuentas con los casos de abuso sexual se debería debatir sobre la que es una de las causas estructurales fundamentales, la regla del celibato. Esta es la propuesta que los obispos deberían presentar sin temor y con fuerza al Papa Benedicto XVI.

LA REPUBBLICA 5 MARZO 2010

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