Como nadie lo dice, lo decimos nosotros. Desde hace un par de semanas, Massimo Giletti vive custodiado por los carabineros debido a sus recientes episodios de Non è L'Arena en La 7, porque al hacer estallar el forúnculo de los cientos de presos enviados a su domicilio, ha molestado a un buen número de operadores, los cuales querían todo menos ser molestados.
Giletti fue amenazado, señalado como objetivo, expuesto a la burla pública del gran pueblo mafioso y 'ndranghetista por parte de un señor como Filippo Graviano, interceptado en la cárcel mientras, refiriéndose precisamente a Giletti y al juez Nino Di Matteo, decía sin rodeos: "El ministro hace su trabajo y estos... Giletti y Di Matteo rompen la pija".
Lo cual, desde el punto de vista del mundo criminal italiano, es indiscutible, incluso comprensible. Y es un título de honor, agreguémoslo, para ambos destinatarios del estallido de ira del jefe de las masacres.
¿Pero cómo pasó?
Se hablaba por todas partes de la lotería del coronavirus, se había encontrado el engaño garantista del derecho a la salud, principio de civilización que no puede ser prohibido a nadie, ni siquiera a rufianes de la peor especie; se habían mezclado ancianidad y patologías anteriores; se estudió un camino burocrático hecho a la medida para que no resultara la voluntad de un único operador complaciente, sino una decisión final -la de liberar a todos- que fuera tan diluida que resultara, si alguna vez el escándalo hubiera estallado, evanescente, impalpable, incluso ineludible.
Las cosas, sin embargo, resultaron de otra manera.
Massimo Giletti -y muchos seguirán preguntándose hasta el infinito: ¿quién se lo hizo hacer?- desencadenó el alboroto.
Tanto excavó y tanto dijo, tanto investigó, periodísticamente hablando, y tantas piedras movió, que la gusanera -finalmente- explotó en horario de máxima audiencia. Un escándalo, de hecho.
En definitiva: se reveló que, al día siguiente de la misteriosa revuelta carcelaria que provocó una docena de muertos, y que explotó simultáneamente en las penitenciarías de toda Italia, las puertas de las cárceles -como por encanto- se abrieron de par en par para cientos de mafiosos y criminales de alto rango que volvieron a casa con todos los papeles en orden.
Salió a la luz, y esto gracias a una llamada telefónica en vivo del juez Nino Di Matteo, el hecho aún poco claro de la falta de dirección de las cárceles por parte del ministro de Justicia, Alfonso Bonafede. Un cargo ofrecido -y nunca está de más recordarlo- por Bonafede a Di Matteo y aceptado por éste, pero del que Bonafede se arrepintió en menos de veinticuatro horas.
La mezcla explosiva -cárceles vacías y un ministro golpeado- explotó, pero -como suele decirse- ubimaiorminuscessat, y el problema pasó a ser cómo salvar la silla de Bonafede, a pesar de los santos, la verdad y las pruebas. Un bello teatro parlamentario, como se esperaba, y al final todo salió bien.
¿Qué queda hoy?
Los mafiosos, en primer lugar.
Que, a pesar de los decretos retroactivos, en la gran mayoría de los casos se quedaron en casa.
El ministro Alfonso Bonafede.
Quien, envalentonado por el respaldo de los honorables garantistas, se quedó atornillado a su silla.
Por último, los diarios.
Que molestos porque Giletti se atrevió a hablar de la mafia, demostrando no saber que esto sólo les está permitido a quienes ostentan los blasones de la antimafia, ignoraron - literalmente ignoraron- los programas de Non è L'Arena. Media docena de programas.
Pero si no hubiera sido por Giletti, ni siquiera hubiéramos sabido que la mafia había vuelto a vivir en nuestras puertas.
Ahora Giletti vive custodiado.
Si al menos se tuviera el coraje de escribir esto.
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*Foto de Portada: © Imagoeconomica