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Por Marta Capaccioni, de Our Voice, desde Montevideo – 2 de abril del 2020

Our Voice habla sobre la desconcertante realidad de Montevideo

Llegó un anciano sin esperanza en los ojos. Llegó un padre con deseos insatisfechos. Llegó un joven soñador con ojos ilusionados. Finalmente, llegó un niño sin una historia que contar, con la felicidad de comer, finalmente, un pedazo de pan.

Hubo una larga fila de personas hace unos días ante la "Casa de Enfrente" (cercana al Palacio Legislativo) un pequeño lugar donde la población civil de Montevideo, la capital de Uruguay, reunida en asociaciones, puso en práctica el significado de la palabra "solidaridad". Fue allí donde debíamos preparar un refrigerio simple y es aquí donde comienza la historia de lo que nuestros ojos vieron esa tarde.

Lamentablemente, en este pequeño país de América del Sur, la cuarentena no ha vaciado las calles de la ciudad. Miles de personas, incluidos muchos niños, están sin hogar, sin agua, sin un pedazo de pan para llevar a la boca. Un escenario que conmueve. El gobierno de Uruguay, liderado por el partido de derecha del actual presidente Lacalle Pou, ha puesto a disposición refugios que, en su opinión, deberían funcionar como centros sociales, donde los seres humanos, tratados como animales, se apilan en un espacio de unos pocos metros en los que duermen y comen al mismo tiempo. Además, no todos pueden utilizarlos: sólo aquellos mayores de 65 años y los que han contraído una enfermedad. ¿Y todos los demás? ¿Todos los niños? Se paran en la vereda esperando que alguien los recuerde. Vagan por las calles de una ciudad desierta donde todos los comedores han cerrado sus puertas. Es inútil pensar siquiera en buscar los restos de un almuerzo o cena en cestos públicos. Es inútil ir a los últimos supermercados abiertos, porque comer significaría robar. Es inútil pedir ayuda a las únicas personas que quedan en la calle, porque están en su misma condición.

Personas inútiles para la sociedad y por lo tanto sacrificables. Por otro lado, alguien debe morir. No importa si estas condiciones de vida favorecen el contagio, lo importante es que el mismo sea circunscripto y que no se extiende a los sectores más altos de la población. Como si eso fuera poco, la policía les aconsejó "dormir durante el día" y "vivir de noche", sin respeto por la vida humana.

Al mismo tiempo, el gobierno toma medidas que llama "solidarias": por un lado, reduce el salario promedio de los trabajadores para crear un Fondo Coronavirus, por otro, garantiza y exime de impuestos y de solidaridad a los intocables del señorío capitalista, los dueños de las empresas de exportación, de las empresas farmacéuticas y de las grandes cadenas alimentarias.

Pocos pueden regresar a casa por la noche y continuar su vida de manera segura. Muchos, por otro lado, pierden sus empleos, ya no reciben una pensión y se encuentran por primera vez en la calle.

Frente a esta realidad desconcertante hay quienes se comprometen, comparten e improvisan comedores populares donde distribuyen alimentos a los que no han comido durante días. Por otro lado, desde los balcones de las casas hay quienes, por miedo y vergüenza, ni siquiera aceptan la solidaridad de los demás y gritan palabras de odio como "déjalos morir".

Hace unos días ayudamos durante una tarde a preparar simples rebanadas de pan con mermelada, nos encontramos con las miradas de los que se quedaron sin nada, nos sentamos con ellos y muchos nos contaron sus historias. Observamos la felicidad en los ojos de los niños que con muy pocos años parecían haber logrado todo, parecían estar allí sólo para nosotros. Parecían conocer nuestras historias y nuestra lucha. Nos pidieron que continuáramos luchando por ellos, pero ahora lo haremos aún con más fuerza, como la única razón de nuestra vida. Nos pidieron que le demos pan, sí, pero también un mundo mejor.

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*Foto de Portada: Marta Capaccioni

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