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Por Alejandro Díaz, de OUR VOICE Córdoba – 9 de abril de 2020

alejandro diaz Falleció Bartolomé Luis Mitre. Fue en los últimos días del pasado marzo. Aunque de profesión abogado, desde mediados de los ‘60, fue uno de los principales responsables de la dirección del diario La Nación.

Este tradicional periódico argentino, fundado en 1870, de origen patricio y siempre elitista, se enarboló bajo el lema “tribuna de doctrina”. Fiel a sus maneras, desde sus páginas siempre apoyó, difundió y promulgó la doctrina liberal, entendida en el contexto latinoamericano del siglo XX, que ya nada refleja de aquellas luces que fueron. En este marco, no es de extrañar que, entre sus pares, el difunto fuera agasajado una y otra vez, como un “símbolo de la libertad de prensa”, como lo titularon varios periódicos afines. Nada más hipócrita.

La historia de este diario, su militancia y su manera de imponer el mundo, es harto conocida y solo basta con ver sus titulares a lo largo de los años. Siempre a favor de intereses concentrados, siempre a favor de una oligarquía privilegiada, no precisamente por mérito, y completamente distante a los valores aristocráticos.

Solo me permito traer al presente una fecha: 24 de marzo de 1977. Hacía un año que la dictadura cívico-militar y eclesiástica había tomado oficialmente el poder del Estado argentino. Aquel día fue trágico para la libertad de prensa en particular, y para la libertad del país en general. Dos hechos que, aunque diametralmente opuestos, fueron complementarios de una época que marcó a fuego la sociedad latinoamericana.

Por un lado, desde las páginas del diario La Nación, se publicaba una solicitada firmada por la Sociedad Rural Argentina (SRA), el organismo que aglutina las fortunas consolidadas a partir del genocidio de los pueblos originarios, y también otra firmada por la Asociación de Bancos de Argentina (ADEBA), que defiende históricamente los intereses especulativos de los grandes capitales internacionales.

En estas solicitadas se leían: “ADEBA (…) reitera hoy su adhesión a los principios de moralización, reconstrucción y recuperación de nuestros valores nacionales que inspiraron aquel movimiento.” Y también agregaba, “Sin perjuicio de que las empresas humanas son siempre perfectibles, nuestra convicción de que el país ha tomado el buen camino es inquebrantable. (…) Otros no quieren ver que existe siempre un costo para cualquier meta a la que se quiere llegar. Que todos los objetivos no pueden alcanzarse plena y simultáneamente. Que si quieren los fines hay que querer los medios conducentes a ellos”. La de la SRA, fiel a su nazionalismo, dictaba: “La Sociedad Rural Argentina reitera frente a los productores y a la ciudadanía en general su apoyo a toda acción que signifique completar el proceso iniciado el 24 de marzo de 1976, para poder lograr así los fines propuestos, que en definitiva son los grandes objetivos nacionales”, para quien tenga dudas de sus prioridades, la solicitada detalla: “Es indispensable reforzar el proceso dándole otro ritmo, logar definiciones y tomar decisiones que hacen al fondo del mismo y que son necesarias para proyectar a la Nación hacia su modernización, conforme con el plan económico inicialmente enunciado”.

Sugiero volver a releer estos párrafos, recordando las masacres, los desaparecidos, los vuelos de la muerte, las y los obreros y estudiantes avasallados, los sueños fragmentados, las voces censuradas. Volver a leerlos, contemplando que todo movimiento fue fríamente calculado, planificado y ejecutado con profundo profesionalismo y convicción. Y que fue, y es, producto de mentes refinadas.

La otra cara de esta moneda, el contrapeso de estas solicitadas, fue la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, firmada por Rodolfo Walsh, que invito a leer y releer una y otra vez, y que no reproduzco aquí en forma completa para no desviar el tema. Comienza: “La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años.” Y continúa: “El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, (…) ustedes liquidaron (…) la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron”.

Y finaliza: “Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles. Rodolfo Walsh. C.I. 2.845 022”.

Este sería el último acto público de Rodolfo Walsh, y quiero creer que no fue su último gesto político, porque abrazo la ilusión de que hasta el último momento de su existencia luchó con aquella aristocracia que corría por sus venas.

Ambos autores, uno cobardemente desde el anonimato de la personería jurídica, y otro dueño de su identidad, reflexionaban sobre lo perfectible de las sociedades. Lo que los diferenciaba, y lo que nos diferencia, es la empatía, el reconocimiento del otro y, por sobre todas las cosas, el respeto a la libertad que aquel ilustrado primario soñaba, dar la vida para que vos expreses la tuya.

Esta no es la historia de un insignificante como Bartolomé Luis Mitre, que nada soñaría porque nadie republicó sus ideas, “… no hay ahora un Sarmiento con su obra de más de cincuenta volúmenes”, escribió Raúl Eugenio Zaffaroni en el prólogo de “Profetas del Odio”. Estos odiadores, sólo lo adularon porque fue un fiel lacayo, un fiel sirviente de aquellos que digitan desde las sombras y desde el ocultismo. Incapaces de publicar libremente lo que verdaderamente piensan y hacen. Esta es la historia de la imposición por la fuerza de una doctrina que atenta contra toda libertad. No fue “la prensa” la que avaló la dictadura, fue la dictadura la que avaló a “la prensa”.

La libertad de expresión cobra sentido cuando busca construir un todo consensuado, más allá de la expresión por la expresión misma. La democracia no brota desde el Estado, que es sólo una institución al servicio de aquella. La democracia es algo que se vive cotidianamente, que se construye en la mesa familiar, en las rondas de convivencia, en los grupos de interés, en las asambleas. La democracia se vive cuando vivimos juntos, hasta incluso aquellos que pensamos distinto. El fin de la democracia no es una elección, sino la construcción inclusiva, siempre perfectible, de comunidades al servicio de la vida.

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*Foto de Portada: www.laizquierdadiario.com

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