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Por Jean Georges Almendras, desde Santiago de Chile -3 de setiembre de 2019

Cinco años después. Cinco años después, seguimos derramando lágrimas. Después: la masacre de los 43 estudiantes de Ayotzinapa (en México) sigue beneficiada por la impunidad. Esa impunidad lacerante que se ha transformado en una espantosa ofensa a la vida. Y que ya es también una ofensa a la inteligencia humana del mundo entero, porque el Estado mexicano se ha obnubilado por la corrupción, y sigue empecinado en mirar a un costado, seguramente para que triunfe la impunidad.

Los periódicos mexicanos y del mundo ahora se hicieron eco de una noticia, que aturde. Que aturde mal, porque nos genera impotencia y rabia. Impotencia y rabia, porque no hay un solo condenado, y porque los familiares de las víctimas, legítimamente siguen exigiendo que no se paralice la causa; y porque quien estuvo sentado en el banquillo de los acusados –Gildardo López Astudillo- fue excarcelado después de cuatro años, siendo que fue considerado como uno de los principales sospechosos de participar en la desaparición de los 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa

Según las informaciones proporcionadas por las agencias de noticias, Gildardo López Astudillo se encontraba detenido desde el mes de setiembre de 2015, y abandonó la cárcel donde se hallaba recluido, el sábado 31 de agosto.

Los familiares de los estudiantes, entonces, siguen alineados alrededor de un reclamo legítimo: el reclamo de que no se paralice la causa; que no se paralicen las investigaciones, y que las mismas no sean devoradas por el implacable olvido de los hombres, respecto a las grandes tragedias que se suceden en el mundo. Tragedias como las de Ayotzinapa, por ejemplo.

¿Cuál es la historia de Gildardo López Astudillo?

Astudillo, fue identificado por las autoridades como quien ocupaba un lugar clave en la estructura de la banda delictiva, denominada “Guerreros Unidos”. Oportunamente trascendió que Astudillo participó de manera activa en la desaparición de los estudiantes, en la fatídica jornada del 26 de setiembre del año 2014, en la ciudad de Iguala, en el estado de Guerrero.

De acuerdo a lo informado recientemente por la decisión del juez que entiende en la causa, el hecho de haber liberado a Astudillo significaría en definitiva que el expediente estaría prácticamente camino de cerrarse.

Despachos internacionales indicaron que las investigaciones de la Procuraduría General de la República (PGR) colocaron a Astudillo, apodado “El Gil”, como el responsable de haber señalado que los estudiantes pertenecían al grupo de Los Rojos, banda antagónica de Guerreros Unidos, y de ordenar que todos fueran “desaparecidos”

“Nunca los van a encontrar, los hicimos polvo y los tiramos al agua” habría sido el mensaje que escribió (en un mensaje de texto enviado por teléfono celular a su jefe) Sidronio Casarrubias Salgado, líder regional de la organización criminal, en la madrugada del 27 de setiembre, apenas horas después de que los estudiantes hubieran sido incinerados, a juzgar por lo que consta en el expediente judicial.

Unas 81 pruebas se presentaron a la justicia, por parte de la Procuraduría General de la República, pero el magistrado actuante tuvo otro punto de vista: consideró que era viable desestimar las pruebas, y más aún, las consideró insuficientes para llegar a una condena.

De todas estas situaciones se desprende un contexto visiblemente desesperanzador para las familias de los 43 estudiantes, tomando en cuenta, dramáticamente, que la libertad que se concedió a Astudillo implicaría que los procesos contra otros acusados, entre ellos Carrasubias (presunto autor intelectual de la masacre) podrían quedar a la deriva, o literalmente cerrados. En este contexto se ha mencionado en más de un diario mexicano, que la liberación gradual de los sospechosos, apuntaría directamente a la fiscalía del gobierno del ex presidente mexicano Enrique Peña Nieto. Una fiscalía que tomó en sus manos, desde un primer momento, las investigaciones del caso. Una fiscalía que fue señalada como (responsable) (encubridora) (o mínimamente implicada) en la práctica de apremios físicos (torturas) contra las personas detenidas, en el curso de las etapas de interrogatorios.

¿Y qué pasó realmente con los 43 estudiantes en Iguala, aquella noche del 26 de setiembre de 2014? Aún no hay respuestas certeras, precisas.

No obstante, es generalizada la hipótesis de que los estudiantes de Ayotzinapa fueron detenidos la noche del 26 de setiembre por policías del municipio de Iguala, quienes les entregaron al grupo criminal Gerreros Unidos, los cuales habrían asesinado a los jóvenes para luego arrojar sus restos a un río de la zona.

Debemos recordar al lector que más allá de estas hipótesis y de todos estos procesos (donde las posibilidades del cierre de la causa es un fantasma que sobrevuela sobre las familias de los estudiantes) hasta el momento, ni una sola persona ha sido sentenciada por este hecho.

Igualmente, debemos recordar, que el actual presidente mexicano Manuel López Obrador, al inicio de su gestión, decretó medidas varias, y una en particular se refiere a la reapertura de la causa, al punto tal, que se estableció (a tales efectos), una Comisión Especial destinada a aclarar el hecho.

Pero hoy por hoy, no hay pruebas, no hay procesados, no hay responsables. No hay nada. Solo hay una apabullante y execrable impunidad. Una impunidad obscena, de la que no son distantes personalidades de las más altas esferas del gobierno y de las fuerzas de seguridad.

Por ese motivo, Ayotzinapa duele. Y duele mucho, porque el episodio se suma a los episodios en Latinoamérica y allá en el Norte, donde la impunidad es una marca registrada. Muertes, y más muertes. Impunidades tras impunidades. Asesinatos de estudiantes, en México; asesinatos de periodistas y activistas indígenas, también en México; asesinatos de activistas en Brasil, como Marielle Franco; asesinatos de activistas en Honduras, como Berta Cáceres; asesinatos de periodistas en Paraguay, como Pablo Medina (que además era redactor colaborador de Antimafia Dos Mil); asesinatos de integrantes de comunidades mapuches en la Argentina, como Santiago Maldonado y Rafael Nahuel.

Las muertes de siempre. Las impunidades de siempre. Y siempre el poder, como soporte de ambas. El poder, como actor descarado; y el poder como actor encubierto.

Los actores del terrorismo de Estado que están como buitres al acecho. Al acecho, para erosionar democracias, minorías, activistas, periodistas.

Por eso y mucho más, es que Ayotzinapa duele.

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*Foto de Portada: www.aljazeera.com  [Rodrigo Arangua / AFP]

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