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georges almendrasLila Pastoriza, sobreviviente de la ESMA, hace un sentido relato sobre el caso Míguez

Por Jean Georges Almendras-3 de octubre de 2019

Desgarradora. Estremecedora y horrenda. Así es la historia del adolescente de 14 años Pablo Míguez. Pablo, fue un detenido de centros clandestinos de detención y de las instalaciones de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), edificio siniestro de la Avenida Libertador del gran Buenos Aires, de la dictadura militar argentina. Pablo, fue torturado y finalmente pasó a engrosar las filas de los miles de detenidos desaparecidos, víctimas del terrorismo de Estado de los años setenta en el Río de la Plata, y en particular de la Argentina en la que los dueños absolutos de miles de vidas fueron los integrantes de la Junta Militar –presidida por el General Jorge Rafael Videla- que dio el golpe de Estado en marzo de 1976. La vida de Pablo y su martirio fue dado a conocer al mundo bajo diferentes formas, pero Lila Pastoriza -sobreviviente de la ESMA- fue una de las divulgadoras más fidedignas de toda su historia, sencillamente porque lo conoció personalmente, en el escenario donde tanto ella como él estuvieron cautivos. Con la sensibilidad de una mujer que supo de tormentos y de sufrimientos, y que fue testigo directo de los sufrimientos de otros, Lila Pastoriza publicó en Página 12 un valiosísimo escrito en el que descarnadamente da cuenta de todas las penurias padecidas por Pablo, en cuya corta vida no pudo evitar vivir en carne propia las consecuencias de una dictadura militar, despiadada y criminal. El relato de Lila Pastoriza sobre Pablo Míguez, a más de 40 años de esos días del terror, no ha perdido vigencia, porque permite visibilizar, sin tapujos, la bestialidad de la mentalidad militar de aquellas épocas, sin perder en el horizonte una realidad escalofriante de nuestros días: que esas épocas del terror no parecen estar distantes, a juzgar por los acontecimientos de atropello, avasallamientos y terrorismo de Estado, que todavía podemos ver en países latinoamericanos, donde el Plan Cóndor de otrora parecería que siguiera estando entre nosotros, letal y cruel, como en sus comienzos.

El título del artículo de Lila Pastoriza lo dice todo: “No se sabía qué hacer con él”. Y en el introito de su relato nos amplía: “(Pablo) Era hijo de militantes políticos. Fue torturado delante de su madre porque ésta se negó a firmar la escritura de su casa. Estaba condenado porque “había visto demasiado”. Ni los sicarios de la ESMA se atrevían a cumplir la condena. Está desparecido”.

pablomiguez Lila Pastoriza 2

Lila Pastoriza no escatima detalles aludiendo a Pablo. Hace una reseña fiel de su martirologio: “La madrugada en que fue secuestrado --12 de mayo de 1977--, Pablo Míguez tenía 14 años. Un grupo operativo del Ejército fue a buscar a la madre y a su pareja, militantes del ERP, y se llevó a todos al centro clandestino de detención conocido como "El Vesubio", en el partido bonaerense de La Matanza. Allí comenzó para "Pablito", como lo llamaban en los campos, un derrotero de espanto e incertidumbre cuyo final se pierde en la noche y la niebla del silencio y la impunidad. Luego de unos meses en el Vesubio lo trasladaron al más alto de los altillos de la ESMA, que compartimos juntos. Después, no se sabe. Quizás estuvo un tiempo en la comisaría de Valentín Alsina. O tal vez la Marina ya lo había "trasladado" en uno de sus vuelos. Pablo nunca apareció. ¿Quién decidió su suerte? Era un menor. ¿No sería para el general Martín Balza un caso arquetípico entre los que él consideró "actos repudiables que comprometieron la imagen institucional"? Hemos logrado reconstruir retazos de su deambular por los centros clandestinos. Hasta la niebla, claro. ¿Qué hicieron con Pablo Míguez? Desde hace 21 años, las Fuerzas Armadas deben la respuesta”

Después, con estilo propio, Pastoriza va desgranando las vivencias del adolescente. Paso por paso. Minuto tras minuto. Cada secuencia de su ingreso a centros clandestino de detención y a la ESMA.

“Agosto del '77, Escuela de Mecánica de la Armada. En el último piso del edificio donde funcionaba el Casino de Oficiales --"capuchita"--, uno de los guardias con más tiempo en ese sitio trae a un prisionero "nuevo", le descubre la cabeza y comenta a otro: "mirá a lo que nos dedicamos ahora... 14 años tiene". Están frente a mi cucheta y sólo logro atisbar la mitad inferior de un cuerpito dentro de un holgadísimo pantalón rosado. Creí que era una chica. Pero no, era Pablo. Lo instalaron al lado mío y colocaron sobre sus ojos un "tabique" blanco (de los que tenían los que serían liberados). Al rato nomás, y aprovechando la "guardia buena", ya me había contado su historia, o al menos, la de los últimos tiempos.Todo lo que él relató, a veces en detalle, lo fui corroborando luego, muchos años después, cuando supe que no había aparecido y comencé a rastrear, en los testimonios de sobrevivientes, su paso por los campos. Entonces descubrí que su historia había sido mucho más terrible y dolorosa que lo que sus palabras evocaban. Mucho más irresistible. Quizá por eso la contaba así”.

El historial familiar de Pablo es igualmente desmenuzado por Lila Pastoriza. Un historial que nos sitúa perfectamente en su contexto vivencial, en su contexto personal: “Pablo era el hijo mayor de Juan Carlos Míguez --por entonces comerciante-- y de Irma Beatriz Márquez Sayago (apodada familiarmente "Nené" y en la militancia conocida como "Violeta"). Cuando la detuvieron, ella tenía 34 años, los últimos de los cuales había repartido entre la actividad política y sus hijos. Además de Pablo, estaba su hermanita, Graciela --dos años menor que él-- y últimamente Eduardo, el hijo de Nené y su nuevo compañero. Corrían los años sesenta. La familia era una de las tantas apasionadas por la política y la posibilidad de cambiarlo todo. Vivían en Palermo. Los chicos hicieron la primaria en la Escuela Armenia Argentina. Pero hacia el '73 los padres se separaron y Nené y sus hijos cambiaron de escuela y de barrio. "Pablo comenzó el secundario en Lomas de Zamora y luego se fue al Industrial de Avellaneda, donde cursaba segundo año en la época que se lo llevaron", relata el padre. "Era muy inquieto, muy rebelde... y seguía siendo infantil..."En esos días, Pablo incursionaba por varias casas. La de su abuela, Teodomira Sayago, las de la familia paterna (padre, tíos y primos) muy vinculada al sindicato del turf y las carreras, un mundo que lo fascinaba. Pero donde vivía era en el departamento ubicado en Spur y Belgrano, en Avellaneda, con su mamá y su compañero, Jorge Capello (cuyo hermano fuera asesinado en el '72 en Trelew). Era un hogar cuya dinámica estaba marcada por la militancia. En los primeros meses del '77, cuando arreciaron los operativos represivos, a los chicos más pequeños los llevaron a lo de la abuela. Sólo Pablo quedó viviendo allí”

Y como una más de tantas historias de militancia, la rutina familiar de Pablo Míguez, dio un vuelco brutal, en el mes de mayo de 1977, apenas pocos meses después del golpe militar. Precisamente cuando la represión se intensificó. Cuando el terrorismo de Estado argentino apuntó sobre los hombres y las mujeres militantes. Y también sobre los hijos de ellos. Lila Pastoriza relata:

“El 12 de mayo de 1977, a las tres de la mañana, una de las patotas del aparato militar represivo irrumpió en el departamento de la calle Spur y se llevó a sus habitantes: a Irma, Capello, otro compañero --Luis Munitis-- y a Pablo. El me contó que un primer momento lo habían dejado arriba pero que a los minutos volvieron a buscarlo y lo metieron en el baúl de uno de los coches. Allí comenzó su viaje por el submundo del horror. Lo supo ya en aquel trayecto y en los alaridos de los suyos, torturados apenas llegaron al Vesubio, un centro clandestino próximo a la intersección de Avenida Ricchieri y el Camino de Cintura."(Un niño), Pablo Míguez, y su mamá, a la que llamaban Violeta y que era Irma Beatriz Márquez de Míguez, llegaron al campo secuestrados con el compañero de Violeta, llamado Capello --relató Elena Alfaro, sobreviviente del Vesubio, en el Juicio a las Juntas--. Este nenito tendría 12 o 14 años, no recuerdo, pero era una criatura. Fue llevado con su madre. Ahí compartió con nosotros las "cuchas" y un día fue torturado. Los llevaron a la sala de tortura después de mucho tiempo de estar en el "chupadero". Y cuando vuelve, Pablito nos dice "me dieron máquina", y estaba totalmente lastimado... Entonces, la madre, que era una mujer realmente muy fuerte y de mucha calidad humana y de una gran fuerza moral nos explica que habían torturado a Pablito frente a ella y que todo esto era porque, aparentemente, Violeta no les había dado la escritura de su casa...".Otro sobreviviente, Hugo Pascual Luciani, un zapatero que vivía en Adrogué y que fue secuestrado dos veces durante ese año, habla de Pablo y de su madre en numerosos testimonios. "Allí había un chico, Pablito, que a veces repartía mate cocido y a veces llevaba los tachos con orín. Era hijo de Violeta, una mujer muy inteligente, muy bien parecida, que me daba ánimos. Este chico era Pablito, quien andaba un poco suelto aunque de noche le ponían cadenas. A Violeta la violaron mucho, así como a las otras mujeres... y el hijo tenía que estar mirando,...". "Ella quedó en el chupadero, pobrecita, víctima de todos esos salvajes..." Tres meses después Pablo seguía en el campo. "Era un chico de 12 años, alto, delgadito... Los guardias comentaban que no se sabía qué hacer con él, dado que era bastante grande y que había visto mucho. Se llamaba Pablo..." relata Virgilio W. Martínez, un uruguayo que estuvo en el Vesubio durante el mes de agosto”

“En tanto, el cúmulo de gestiones que efectuaba Juan Carlos Míguez en busca de su hijo tenía como respuesta negativas, des compromisos o silencios. El 15 de junio, el juzgado de Instrucción Nº 4 rechazaba el hábeas corpus que presentó a pocos días del secuestro. El 20 de julio lo recibía el entonces subsecretario de Interior, coronel José Ruiz Palacios, quien, por supuesto "carecía de información", al igual que jefes militares y altos dignatarios eclesiásticos. Otro chico de su edad, secuestrado en el Vesubio con su papá por la misma época, a los dos días había sido entregado a la familia. ¿Por qué Pablo estaba aún allí si era tan simple liberarlo, llevarlo con su padre, que no era militante político? A esta altura no queda más respuesta que una de esas que ni pueden ser pensadas porque traspasan el umbral de lo humanamente entendible: ya habían decidido su destino, ya habían firmado la sentencia. Pero ¿quién la ejecutaría? ¿Los que convivieron con él todo ese tiempo? ¿El mayor Durán Sáenz que, según me contó Pablo, muchas noches lo llamaba para jugar al ajedrez? Un "que lo hagan otros", debe haber sido la decisión que arrastró a Pablito por el laberinto de los campos...Hacia fines de agosto se lo llevaron del Vesubio. Mabel Alonso, secuestrada allí desde el 1º de septiembre, dice que entonces ya no estaba. "Estaba Violeta. Primero le contaron que el hijo se iba a la casa, que le habían dado plata para viajar. Luego le dijeron que lo habían llevado a un Instituto para rehabilitarlo." Esta versión era, al parecer, la que tenían ciertos guardias, según relató uno de ellos ("el Sapo") a Luciani tres años después”

“En el Vesubio --una casa quinta ya derruida--, el primer sitio por donde pasaban ineludiblemente todos los prisioneros era la "enfermería", una sala con camas y tres pequeñas celdas de tortura con paredes forradas de telgopor atestado de cruces svásticas y frases como "nosotros somos Dios" o "Viva Videla". Luego los detenidos eran llevados a las "cuchas", espacios sobre el piso de no más de dos metros, separados por tabiques de madera; en cada una de ellas se amontonaban cuatro o cinco detenidos, siempre encapuchados e inmóviles por las cadenas que los aferraban a la pared”

“Pegada a la "enfermería" se encontraba la Jefatura, que incluía tres dormitorios, dos cocinas, baño y, en palabras de Elena Alfaro, "una sala comedor donde se recibía a visitas importantes, como el general Suárez Mason, por ejemplo". Allí se confeccionaban las carpetas con los datos de cada detenido que luego eran transportadas a otro lugar donde, según Luciani, una suerte de jueces "decidían quién viviría y quién debía morir. Se sentían dioses... sentenciaban a muerte a una persona sin siquiera conocerle la cara...".

“Los centenares de prisioneros que, como Pablo, estuvieron en el Vesubio convivieron con todas las vejaciones imaginables. Veían cómo manoseaban a las presas desnudas formadas en fila para ducharse, oían cuando las arrastraban a la "enfermería" para violarlas, sufrían con el dolor y los gritos arrancados por la tortura y los traslados. Los responsables de todo esto no eran los integrantes de alguna supuesta patota que escapaba al control de los mandos. Por el contrario, se trataba de un centro de detención perteneciente al Comando de la Zona 1 del Ejército Argentino bajo la directa responsabilidad del general Suárez Mason, seguido por el general Juan B. Sassiaiñ. El teniente coronel Luque ("el Indio") y el mayor Pedro Alberto Durán Sáenz ("Delta", el oficial de mayor jerarquía en el campo) eran los que tenían más contacto con los detenidos”.

El dantesco periplo que se inició el 12 de mayo de 1977, cuando capturaron a Pablo, desembocó en la tragedia. Desembocó en el edificio de la ESMA. Ese infierno emplazado en uno de los barrios más coquetos del gran Buenos Aires. Lila Pastoriza aborda las instancias que se vivieron allí. Y lo hace dando pelos y señales de todos los involucrados, quizás, para que no queden dudas. Las dudas que muchos dejaron traslucir, totalmente indiferentes a los padecimientos de quienes eran víctimas del terrorismo de un Estado criminal. De un Estado genocida. De una dictadura militar.

“Pablo llegó a fines de agosto y estuvo alrededor de un mes en la capuchita de la ESMA, un lugar que era usado por diversos GT como "deposito" de sus prisioneros antes del "traslado" y, muy eventualmente, de la libertad. A Pablo nunca nadie del grupo que lo había traído vino a verlo ni tampoco fue interrogado por el G.T.3.3.2, la patota de los dueños de casa dirigida por el capitán Jorge "Tigre" Acosta. Soportó los traslados de los miércoles, los quejidos de los torturados en los cuartos que estaban frente a nuestras cuchetas y alguna vez que hubo "guardia buena" disfrutó del dulce de leche robado en la cocina. Cuando se lo llevaron, pese a que ese día habían trasladado a algunos detenidos, todos pensamos que lo habían dejado en libertad”.

“Juan Farías, un antiguo militante peronista que estuvo con él en el Vesubio, asegura que Pablo fue llevado en fecha incierta (entre septiembre y noviembre) a la comisaría de Valentín Alsina donde, como ocurrió con el propio Farías, se "blanqueaba" a los desaparecidos que iban a ser legalizados. Le contó al juez que Pablo decía que lo dejarían en libertad y que quedó allí cuando a él lo llevaron a la Unidad Penitenciaria Nº 9. Ese es el último rastro que encontramos. De Pablo nunca más se supo. Interrogantes sobran: si realmente estuvo allí, ¿por qué no lo liberaron? ¿Hubo una contraorden? ¿O es que la ESMA ya lo había "trasladado" en uno de sus vuelos? Estas y otras preguntas cruciales hace más de veinte años que esperan respuesta”.

Pero hay un relato de Lila Pastoriza, que estremece y que aturde por lo dramático y aterrador de la vivencia de ambos. Es un relato que ella personalmente tituló “Un pibe con cara de travieso”.

Un relato elocuente. Más elocuente que la imaginación misma que podamos dedicarle para visualizar la crueldad con la que las patotas militares trataban a los detenidos en las instalaciones.

Un relato que resume con creces el drama de Pablo Míguez. Un relato que deja atónito al lector. Que lo sumerge a las entrañas mismas del infierno que fue la ESMA y la dictadura militar de aquellos días. Aquellos días cargados de muerte y de despotismo. Ese despotismo demoledor de vidas, de esperanzas, de libertades y de democracias.

Sensibilizada. Conmocionada. Destrozada. Y fundamentalmente dolida, Lila Pastoriza ha escrito, ha recordado. Ha relatado.

“Cuando lo conocí, Pablo tenía 14 años pero no representaba más de doce con su carita de pibe travieso, sus pecas junto a la nariz, sus ojos de chispazos, su cuerpo esmirriado. Era tan chico, tan vivaz, aparecía tan indefenso en ese mundo alucinante, que no pocos guardias se conmovían por su presencia. Le habían puesto un "tabique" sobre los ojos que casi siempre usó como vincha y cada vez que podía se las arreglaba para salir de la cucheta, servir el mate cocido, leer una revista”.

“En ese largo y fugaz mes que estuvimos juntos, Pablo me contó del Vesubio, de los presos trasladados desde allí que luego un comunicado oficial dio como "abatidos en combate", de su mamá, de quien no se despidió ("ella estaba en la cocina"), de la esperanza de que lo llevaran con su padre, de su vida en el mundo de afuera --el colegio, la natación, los hermanos, la abuela, los primos y el turf--, de sus amores y sus miedos. Habíamos encontrado una forma para hablar sin que se notara y con los ojos cubiertos, cada uno tirado boca abajo en la cucheta o arrodillándonos contra el tabique de madera que nos separaba. Lo doblaba en años pero nos cuidábamos mutuamente. Yo intentaba protegerlo, sobre todo alguna noche que despertaba lloroso, "soñé con mi mamá". El también: cuando me contó que lo habían picaneado y me descontrolé, se desesperó por tranquilizarme, "tanto no me dolió", decía”.

“Mientras estuvo allí, nadie apareció haciéndose cargo de su caso. Eso lo angustiaba. No sabía quién era "dueño" de su vida, a quién rogarle su libertad”.

"Se lo llevaron una tarde de fines de septiembre del 77. Yo venía del baño cuando en un instante vi que la puerta se cerraba tras él, que caminaba a ciegas, de la mano del jefe de guardia. Pensé que se trataba de algún trámite. Arriba, en "capuchita", los otros presos me dijeron que no, que se lo habían llevado y que Pablo pedía verme. Quise creer entonces que lo liberarían. ¿Quién podía enviar a la muerte a un chico de 14 años?”

“El día antes del Juicio a las Juntas, en Tribunales, alguien me dio un volante con su foto: "Pablo Míguez, desaparecido", decía”.

“Hace muy poco estuve con su papá y le hablé de Pablo y de esta nota. El me contó lo que sabía y aportó documentos, fotos y recuerdos. "Es como si mi hijo me estuviera viendo", dijo. Con esa ayuda y con la del Equipo Argentino de Antropología Forense logré escribir esta historia fragmentada que para mí, desde hace 21 años, es una asignatura pendiente”

Escultura flotante de tamaño natural de Pablo Míguez

Una escultura flotante de “acero inoxidable”, sobre el Río de la Plata, ha sido titulada: “Reconstrucción del retrato de Pablo Míguez” y ha sido construida por la artista Claudia Fontes. La pueden ver los que navegan cerca de la orilla de Ciudad Universitaria, los que visitan el Parque de la Memoria y llegan hasta el final del paredón, donde se han estampado los nombres de las víctimas, y también los que acaban de despegar de Aeroparque y descubren desde el avión la figura entre las aguas. A las aguas del Río de la Plata, donde se estima fue arrojado Pablo por sus verdugos, en el año 1977.

La mejor idea que tuvo la artista Claudia Fontes, para que sea visible la escultura de Pablo Míguez, fue ubicarla sobre las aguas del Plata. Una escultura que muestra a Pablo quieto, o como si caminara.

pablo miguez escultura 3

El periodista Javier Sinay, del sitio argentino Redacción, ha escrito: “Es que sólo los santificados caminan sobre el agua: Jesucristo lo hizo; Buda lo hizo. Y ahora también lo hace él”.

La escultora Fontes ha dicho a Redacción: “Mientras haya un crimen que se perpetúa y no sepamos qué fue de Pablo Míguez, su desaparición sigue siendo un problema del presente. Mi obra no es un monumento a él, sino a la reconstrucción de un retrato: es un anti monumento. Me parecía que había que señalizar ese espacio tan importante en este tema: el río. Es plural, no es única: hay muchas memorias. El material de la cultura no es acero inoxidable, sino reflejos del agua del Río de la Plata sobre acero inoxidable”

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Javier Sinay del sitio Redacción explica, en relación a la obra de Claudia Fontes: “Su proyecto: situar la escultura de un desaparecido en el medio del río y de espaldas a la costa, y fabricarla con un material que se camufle con el contexto”. Mientras que la escultora agregó: “Entonces surgieron los problemas que había que resolver, que en el arte son las cosas más interesantes. El primero fue encontrar un lugar donde posicionarme: ¿De qué le sirve a este tema que yo aporte mis capacidades artísticas? Como artista visual, no me interesaba sólo la desaparición de Pablo Míguez, sino también la de su imagen”.

Javier Sinay dijo:“De ese adolescente sólo quedaban unas pocas fotografías y por eso Fontes pensó que la reconstrucción tenía que ser colectiva: con el aporte de otros. Se basó en testimonios y, para diseñar un rostro, fue ayudada por un científico computacional checo que logró trazar un modelo a partir de esas breves imágenes. Su Pablo Míguez, en realidad, es una metáfora: somos capaces de ver o no según un contexto del que somos parte y donde tenemos un poder de percepción. Por eso ésta escultura aparece y desaparece de acuerdo a la luz y al movimiento del río”

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*Foto de Portada: www.redaccion.com.ar 

*Foto 2: Wikipedia /Lila Pastoriza sobreviviente de la ESMA

*Foto 3: www.redaccion.com.ar Graciela Díaz / escultura de Claudia Fontes

*Foto 4: www.redaccion.com.ar Javier Sinay /artista Claudia Fontes

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