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bandera-argentinaLA RAZÓN DE LAS CRISIS POLÍTICAS EN ARGENTINA
Fecha Publicación: Sábado, 14 de Enero de 2012
Subsisten hábitos que chocan con la posibilidad de existencia de un régimen político competitivo e impiden la alternancia de los partidos en el poder.
Por Roberto Cortés Conde (*)
Con la vuelta al régimen constitucional, en 1983 parecía que la Argentina había dejado atrás un ciclo de 50 años de inestabilidad y crisis política. Esto pareció confirmarse porque, a pesar de las muchas dificultades y problemas económicos, contrariamente a lo que había ocurrido en el pasado, se vivieron las sucesiones pacíficas de tres gobiernos y la alternancia de los partidos (radical y justicialista) en el poder. Hacia fines del siglo XX, parecía que se abría una nueva etapa sin intervenciones militares ni quiebres institucionales, con un régimen político competitivo.
Pero ¿fue esto así? El hecho de que no se volviera a las intervenciones militares, lo que es muy positivo -aunque en gran parte resultado de hechos externos-, no basta para decir que se transita por un verdadero camino constitucional y democrático. Subsisten hábitos que chocan con la posibilidad de existencia de un régimen político competitivo e impiden la alternancia de los partidos en el poder. Estos hábitos -que pueden generar, en adelante, crecientes situaciones de inestabilidad- son la expresión de una crisis política de larga duración que se generó cuando se crearon organizaciones políticas desde el poder, cuyos recursos se usaron para excluir la competencia y perpetuarse.
En 1949, cuando Perón decidió la reforma de la Constitución de 1853 eliminando la cláusula que prohibía la reelección, mostró su voluntad de perpetuarse. Aunque el país había pasado por sistemas políticos variados, y a pesar de que muchos gobiernos no dejaron de usar métodos poco cristalinos para ganar elecciones, ninguno de ellos -ni el de Roca ni el de Yrigoyen, entre otros- reformó la Constitución para perpetuarse.
Así, perpetuarse en el poder se convirtió en un rasgo del peronismo, que Menem reiteró casi medio siglo después, en 1994, cuando reformó la Constitución para reelegirse y cuando intentó, en 1999, forzar la interpretación de la reforma para hacerlo una vez más, iniciando así un nuevo período de crisis política tras diez años de estabilidad institucional.
Perón no creía en un régimen político competitivo y tomó medidas para impedirlo, entre ellas el control de los medios de comunicación, el uso partidario del Estado y la represión directa de sus opositores, con lo que logró construir un mercado político cautivo para el partido de Gobierno.
Pero, más aún, Perón no tenía confianza en sus lugartenientes -como se vio en su reiterada defenestración-, desde Domingo Mercante hasta Héctor Cámpora. Esto respondía a su visión del poder, porque estaba convencido de que nadie que llegara al poder lo iba a abandonar; en consecuencia, debía sucederse él mismo o, en todo caso, alguien de su propia familia.
La oposición casi desapareció, no porque no tuviera ideas, sino porque las reglas del juego la obligaban a perder. La regla principal es que el que está en el Gobierno no puede ser derrotado, ya que el Gobierno provee de los recursos necesarios para impedir al acceso a otros. En esa situación, la oposición estaba derrotada de antemano, por lo que tendió a ser irrelevante. Sin embargo, como pasa en los regímenes no competitivos, la oposición se generó desde adentro, las diferencias se dieron en el mismo oficialismo (todos eran federales en la época de Rosas). Tras diez años de desgaste, la oposición surgió del mismo oficialismo y, al agregarse la Iglesia, volcó a importantes sectores militares, lo que culminó en el movimiento que derrocó a Perón en 1955.
Caído Perón, el mercado político se hizo más abierto, pero no para el peronismo, que estuvo excluido durante 18 años, por lo que en el país continuó un régimen sin alternancia. En 1973, la inclusión del peronismo podría haber iniciado un régimen competitivo y más estable, pero esta vez la crisis surgió desde el propio peronismo, porque por definición todas las fracciones enfrentadas se proclamaron peronistas, ya que ésa era la única forma de acceder al poder. Una vez en el poder, los peronistas del trasvasamiento generacional podían cambiar su orientación, lo que provocó la sangrienta confrontación que concluyó en el golpe militar de 1976.
La restauración constitucional de 1983 pareció inaugurar un camino de vigencia de la Constitución, cuyos valores recordó Raúl Alfonsín al recitar su preámbulo acompañado por una enorme multitud que los compartió, al cierre de la campaña electoral de 1983.

Pero ¿fue esto así?

Debe advertirse que los verdaderos orígenes de la crisis que se desencadenó en 2001 fueron la reforma del 94, que permitió la reelección presidencial de Menem. El líder riojano intentó perdurar en el poder con un tercer mandato, algo que habría logrado si no hubiera sido por la oposición de Duhalde.
En este esquema, cuando uno está en el poder no lo deja, porque si lo hace no tiene chances de volver a obtenerlo. Sospechaba, y con razón (por lo que ocurrió luego), que si dejaba ganar a Duhalde nunca retornaría a la presidencia.
Esto condicionó el desarrollo de la crisis que sobrevendría.
De la Rúa ganó la elección no porque el sistema fuera competitivo, sino porque Menem no hizo lo necesario desde el Gobierno nacional (lo que se esperaba de uno peronista) para que ganara Duhalde. A su vez, Duhalde le devolvió el gesto a Menem más tarde, modificando el régimen de internas y sacándolo de la carrera.
Por otro lado, en 1983 Alfonsín pudo ganar porque los peronistas no estaban en el Gobierno. Los casos en que los peronistas no accedieron al poder no se debieron a que hubieran aceptado la alternancia, sino a factores más allá de su control.
Lo que vivimos es consecuencia de ese enfrentamiento.
Tras las elecciones legislativas de 2001, en las que el radicalismo perdió, al peronismo le hubiera convenido esperar hasta la elección presidencial de 2003, que sin duda ganaría. Pero entonces el que hubiera ganado habría sido Menem, lo que Duhalde no podía permitir. El ex gobernador bonaerense había aprendido la lección: sólo con la provincia de Buenos Aires no se ganan elecciones, se necesita el apoyo del Gobierno nacional. Y de ahí la pueblada de diciembre de 2001, que en realidad fue más contra Menem que contra De la Rúa. Duhalde, designado por el Congreso y con el aparato de la provincia de Buenos Aires, no pudo sucederse a sí mismo, pero se convirtió en el king maker; sin embargo, una vez designado el nuevo jefe, pronto habría de ser desplazado.
Con los recursos del Estado nacional, se consolidó una coalición de los que gobiernan en los distintos niveles y que dependen de ellos. Si no existe oposición es porque el régimen político se ha convertido en monopólico. Cuando un mercado tiene restricciones formales o informales que lo cierran a los que no están en el Gobierno, el costo de entrada es muy elevado para los que saben que sus posibilidades son muy bajas .
Lo que hace a un partido hegemónico es que en el fondo todos saben que bajo las condiciones dadas sólo el partido de Gobierno gana.
Esa es la razón por la que la oposición se diluye. Sabiendo que en las reglas del juego no escrito correrá con notables desventajas, el incentivo será acercarse a los que tienen probabilidad de ganar, que son los que están en el poder. De este modo, entonces, el conflicto se traslada a la coalición que gobierna. Esto, a la larga, es fuente de una seria inestabilidad y de eventuales crisis políticas.

(*) Experto en historia económica y profesor de la Universidad de San Andrés. Nota publicada en el diario La Nación.

http://www.el-litoral.com.ar/leer_noticia.asp?IdNoticia=183756

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