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05niosDEJEN QUE LOS CHICOS SEAN CHICOS
Martes 03 de julio de 2012 | Publicado en edición impresa
La infancia, entre la presión del mercado y padres que abdican de su rol
Por Miguel Espeche  
Ano asustarse con el anuncio de que los niños dejan la infancia cada vez más temprano. Los chicos siguen siendo chicos y no son ni serán adultos de verdad antes de la edad que corresponda, por más que los empujen. Si, como dice el cantor Daniel Viglietti, "se precisan niños para amanecer", no debemos pensar que se viene la noche. La infancia como tal está allí, habitando esos chicos, que, de acuerdo con su circunstancia, la vivirán de mejor o peor manera, pero la vivirán, a pesar de todo.
Sin embargo, el juego es lo que define al universo infantil, y precisamente uno de los juegos que los chicos practican de manera creciente en áreas urbanas de Occidente es el de "ser grandes", haciendo suyas conductas y actitudes antes reservadas a los mayores. Esas conductas no transforman a los niños en grandes, sino en niños sobreadaptados a presiones y exigencias que van desde la dilución de los roles parentales hasta la violencia del marketing que los tiene por objetivo.
La agresividad del medio ambiente y una sobreestimulación ligada a la exposición a cuestiones de las que debieran ser protegidos (como el hipersexualismo de bajísima calidad que impera en los medios, por ejemplo) los lleva a veces a desarrollarse físicamente antes de lo esperado. La pubertad, se dice, está apareciendo antes de lo que lo hacía años atrás, aunque a la vez luego la adolescencia se extiende mucho, como para emparejar las cosas.
Desde siempre se elogia a todo niño o niña al que se considera maduro por asumir conductas que lo hacen parecer mayor a su edad. Se piensa que lo ideal para un ser humano es ser adulto, por lo que la infancia es un paso de valor relativo que debe darse, pero que no siempre se ve como valioso per se. En función de esa concepción, cuanto más se asemeje un niño a un adulto, más cercano está al ideal, por lo que el elogio se supone merecido y se ofrece con generosidad al chico que hable como grande y haga las cosas como grande y. moleste menos, sobreadaptación mediante, para que los grandes, ocupados como están, no deban derivar en los niños afanes que, suponen, debieran reservar para otros menesteres.
"Todo está listo, el agua, el sol y el barro/pero si falta usted no habrá milagro", cantaba Serrat, ofreciéndole el amanecer a su hija de tres años. ¿A qué se referiría el catalán en su canción infantil? Quizás al hecho de que la infancia le ofrece nuevos sueños al mundo y que esa mirada de los chicos le agrega milagro al vivir desencantado de adultos que, creyendo saberlo todo, no le encuentran sentido a nada.
La pretensión de erradicar la infancia en su aspecto esencial para transformarla en una caricatura de la adultez genera "monstruitos" que luego pasarán factura, a otros o a sí mismos. No es gratis el perder la oportunidad de jugar con plenitud, generando los sueños propios. La frescura de esos juegos que dan rienda a la imaginación contrastan con las imágenes y los sueños prefabricados que son inoculados en clave de consumo. Esos sueños pasteurizados y homogeneizados se proponen como los únicos de valía y empobrecen todo de manera superlativa.
Hace unas semanas, se hablaba de una niña de seis años que había sido quemada en la cama solar a la que su madre la llevaba. Sin duda, se trata de un caso extremo y por esa razón cobró estado periodístico, pero es un signo de lo que ocurre cuando los chicos son meras plataformas para que los adultos depositen sus sueños incumplidos o sus pesadillas, sin respetar la singularidad del niño en cuestión. Lo mismo suele ocurrir en los campos de fútbol en los que hay chicos jugando. Por los laterales pululan padres que piden a los chicos que sean ganadores, no niños que juegan. Otra manera de herir la infancia, bloqueando la capacidad lúdica con nociones que muchas veces transforman al chico en mero objeto en el cual se depositan anhelos frustrados de los padres, que ahora "tribunean" y gritan con una didáctica competitiva y a veces violenta.
No se trata de echar sobre los hombros paternos todo el fardo de la situación de sobreadaptación de los chicos. Pero son ellos, los padres, los que pueden esbozar una mejoría si apuntan a dejar atrás su propia infancia y a marcar la cancha, tanto la de sus hijos como la de aquellos que pretenden suplir el rol parental "bajando línea" desde valores muy cuestionables.
En este sentido, hay una concepción generalizada en la actualidad de nuestra cultura que tiende directa o indirectamente a diluir la función paterna, para "reparentalizar" a los chicos con valores de consumo. Un claro ejemplo es una publicidad de celulares que, como señaló Sergio Sinay en un artículo reciente, agravia la función parental (los padres son, para el caso, marionetas de sus hijos), mostrándola como tonta y claudicante frente al imperio del consumo encarnado en los hijos que, literalmente, los manipulan.
A su vez, además de la presión de mercado, también vemos la tendencia a domesticar y adoctrinar para causas discutibles a los chicos, quienes son vistos con intención de reclutamiento más que para ser acompañados en un crecimiento hacia un mayor y más autónomo discernimiento. Hay miradas ideologizadas que atentan contra los juegos infantiles, apagando la frescura propia de ellos con la linealidad prosaica del fanatismo.
Volviendo a la infancia propiamente dicha, digamos que existe el riesgo de idealizarla, teniéndola como un momento de pureza edulcorada, cosa que no es. La infancia es pura y, por eso, puede ser terrible, justamente porque los chicos toman la vida como viene, sin elementos prediseñados de moral y buenas costumbres. Los niños no siempre actúan con la angelicalidad que uno supondría debieran tener. Por eso, no basta con ser niño para prosperar en la vida, sino que hace falta una tarea en equipo, en la cual los padres y el mundo adulto ofrezcan marco a la materia prima energética que los chicos traen consigo, materia que se adapta de manera impactante a los más disímiles escenarios. Lo mejor es que ese escenario sea tallado desde el amor parental, y no desde el interés espurio al que tantas veces los chicos se ven expuestos.
Por otro lado, hay muchos adultos con infancias heridas que se refugian en el sarcasmo, el descreimiento y la mirada cínica para alejarse de sus dolores primordiales, esos que se generaron en pasados en los que hubo algún tipo de maltrato físico o psíquico. En nuestro país (en particular en las grandes ciudades) el doble sentido, la mirada especulativa, la burla al inocente o a quien mira las cosas sin doblez son no ya un defecto, sino un signo de dolor comunitario en grado de epidemia.
Una lectura posible del fenómeno es la de que la inocencia se ha transformado para muchos en sinónimo de fragilidad, de zoncera, de vulnerabilidad y falta de capacidad para la vida. Es lo que pasa, por ejemplo, cuando un provinciano se acerca a la ciudad y su mirada despojada de especulación es herida a través de la rapacidad del "vivo" o la corrosión del descreimiento. Nuestro país ha honrado la idea de que la inteligencia va de la mano de lo corrosivo, como si destruir toda creencia desde un escepticismo militante fuera la clave de todo saber "verdadero". Según esta mirada, cuanto más descreído, menos vulnerable al dolor del desengaño y, sobre todo, más cercano a la verdad verdadera de las cosas. Esto se relaciona, y mucho, con lo que ocurre con la infancia: se la ve como crédula y, por eso, frágil. De allí a plantear que lo mejor es crecer rápido, en la idea de que "ser grande" es descreer discepolianamente de la vida.
Sin embargo, de esa "mirada de niño", pura en el origen, surge la fuerza vital. Se sabe, al mundo lo hacen los que creen, no los que descreen. Y para creer tenemos a los niños, que deberán aprender a cuidar su capacidad de creer en la vida con recursos inteligentes, pero no corrosivos. Ciertamente, cuidar esa capacidad no pasa por amputarla con el bisturí del cinismo. Existen niños soldado, existen niños trabajando de manera brutal, existen abusos físicos, psíquicos y de mercado. Pero los chicos, repetimos, no dejan nunca de serlo, más allá de lo que hagan o de que ocupen lugares que deben ocupar los adultos, o más allá de lo que les pasa cuando cobijan su fragilidad disfrazándose de superhéroes o de gente grande, según la caricatura de adultez de turno.
Cuidando a los chicos, los adultos cuidamos nuestra capacidad de creer y de nutrirnos en esa capacidad. No sólo es cuestión de benevolencia con los más chicos, sino que es una cuestión de supervivencia humana. Sin esa capacidad de creer, no habrá milagro, y sin milagro, todo se marchita.

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