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pedofiliaiglesiaIGLESIA, PEDOFILIA Y UNA DEUDA PENDIENTE CON LA SOCIEDAD
Por Luis María Serroels
Juan Alberto Puíggari, arzobispo de Paraná.
Con frecuencia se dice que ciertas cosas resultan más evidentes e impactantes cuanto más escasas o esporádicas. Y ciertamente no deja de ser correcto, más allá de la caracterización moral o inmoral del episodio. Hablar de pedofilia en la iglesia católica -a la luz de las revelaciones surgidas sobre el comportamiento de un sacerdote en Paraná- puede llamar a equivocaciones en términos cuantitativos, porque el plan de silenciamiento y ocultamiento que ahora se descubrió induce a la desconfianza sobre cantidad de casos y cualquier evaluación que se intente carece de elementos suficientes precisamente por el grado de encubrimiento con que se vino rodeando este tan traumático fenómeno.
Un sobrevuelo sobre los datos referidos a los serios problemas que afectan a la institución religiosa, permite observar que los hechos de este tipo están diseminados por todo el mundo, donde sus autores no son sólo sacerdotes sino que altos prelados integran la nómina negra del abuso a menores. En Estados Unidos el cardenal Bernard Law debió abandonar el arzobispado de Boston en 2002 por haber protegido curas pedófilos. En ese país entre 1950 y 2002, la estadística criminal registraba 4.400 clérigos prontuariados por cometer estas aberraciones y 11.000 niños en calidad de víctimas.
Pero también en Argentina, desde luego, han sucedido muchos casos similares. El problema más crítico que afronta hoy la iglesia católica paranaense, deriva del hecho de que al haberse sustraído por 20 años del conocimiento judicial las andanzas del cura Justo José Ilarraz, ¿cómo afirmar y convencer a la grey de que esto haya sido un hecho aislado? Peor aún si se tiene en cuenta que los episodios trascienden no como fruto de una decisión de la jerarquía, sino de una publicación periodística asentada en una seria investigación con precisiones irrefutables.
En la homilía pronunciada por el arzobispo de Paraná, monseñor Juan Alberto Puíggari, durante la misa por la fiesta patronal de San Miguel Arcángel, deslizó algunos conceptos que es insoslayable considerar. En el sermón se realizó un pasaje que fue entendido perfectamente a qué tema se refería, que no era otro que las graves revelaciones que tomaron estado público el jueves 13 de setiembre como nota de tapa de la Revista ANALISIS.
Para ello, el arzobispo se valió de una cita evangélica que años atrás ya había escandalizado a un ministro nacional cuando se la oyó pronunciar a un vicario castrense. Y ésta recoge el relato de Mateo Evangelista, quien escuchó de boca de Jesús: “Pero si alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar”. No dirigir la mirada forzosamente al padre Ilarraz como destinatario de esta mención, resultaría una distracción demasiado inocente. Y agrega el mensaje del oficiante que es inevitable que los escándalos existan –coincidimos- pero ¡ay de aquél que los causa! Con altísimo respeto podríamos afirmar también que ¡ay de aquéllos que los ocultan y que protegen a los generadores de los escándalos!
Monseñor Puíggari quizás no advierte –y esto es sorprendente en tan alto nivel de conducción pastoral- que cuanto más se empeñe en acusar a Ilarraz y descalificar sus actos atroces, más se expone la propia jerarquía a ser co-destinataria del juicio condenatorio. Porque si el sacerdote quedó fuera de los tribunales durante dos décadas y hasta podría ello favorecerlo eventualmente con la prescripción, se deberá única y exclusivamente a este pacto de silencio. ¿Es que acaso se requiere de la intervención de un periodista, cuando los hechos debieron –por mandato de la ley- llegar a los estrados judiciales con la urgencia que su propia gravedad indicaba?
Conductas de este tipo se registran en todo el mundo donde se dan condiciones que los favorecen la pedofilia: sólo hace falta el pedófilo y su víctima seleccionada. Pero el más grande escándalo se produce cuando la superioridad acuerda encubrirlos y esto vale para autoridades de cualquier institución del planeta.
Hoy los prelados saben –anoticiados por juristas- que el encubrimiento quedaría fuera del alcance de los jueces en virtud de que estaría ya prescripto. Pero es bueno recordar que quienes sortean la ley favorecidos por una prescripción –es decir, no absueltos por un tribunal tras un juicio formal nunca realizado-, terminan siendo condenados todos los días por la sociedad. El inocente debe dejarse juzgar sin temerle a los fiscales. Aquí no ha habido lentitud ni indiferencia de los magistrados dejando aviesamente extinguir los tiempos procesales. Directamente no hubo causa porque no hubo intervención judicial. El plazo vencido determina la prescripción pero no elimina las responsabilidades y por ende no evita el reproche social. Porque aquí hubo desde una cúpula, silencios atronadores.
En la carta que ocho sacerdotes de la diócesis enviaran en setiembre de 2010 al entonces arzobispo Mario Maulión, se le ponía al tanto de lo que había ocurrido en el Seminario Menor, dando abundantes detalles y además explicándole que no existía sanción canónica alguna ni juicio por autoridad civil. Y también se aludía al hecho de que Ilarraz continuara ejerciendo su actividad sacerdotal. Los preocupados clérigos de nuestra comarca llamaban la atención sobre lo mal que caería en la feligresía interpretar el silencio como un acto de encubrimiento. Maulión nada hizo y dejó su cargo con una deuda impaga.
En un párrafo que resultó profético, los curas firmantes advirtieron que prolongar este silencio, a la larga podría dañar mucho más la imagen de la iglesia en Paraná. Demasiado tarde para lágrimas y lamentaciones. El desarrollo de la causa iniciada en nuestros tribunales, dará la dimensión de las conductas y sus proyecciones dentro y fuera de la iglesia.
¡Cuidado con el que escandaliza a un niño!, dijo Jesús. Y si nos remitimos al Evangelio en este primer día de octubre (Lucas 9, 46, 50), Cristo les dijo a sus discípulos: “El que recibe a este niño en mi nombre, a mí me recibe y que el que me reciba a mí recibe a Aquél que me ha enviado”. Qué mejor circunstancia para recibir a un niño que abrirle los portales de un Seminario para iniciar el camino que conduce a la consagración sacerdotal. Y hacerlo dando la certeza de que serán cuidados, educados, protegidos y conducidos como Dios manda en el bello camino hacia la ordenación, para servir a la iglesia con compromiso y entrega.

http://www.analisisdigital.com.ar/noticias.php?ed=1&di=0&no=172581

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