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Por Jean Georges Almendras, enviado especial al Paraguay-23 de octubre de 2018

Paraguay. Un día del  mes de octubre, en Asunción, la capital del país. Es de noche
Por  la noche el contraste social  resulta más duro. Resulta más cruel. En la soledad de las calles de Asunción algunos niños de la sociedad paraguaya están sumergidos en el trabajo como si fueran adultos, buscando monedas y billetes. Vemos niños de 9 y 10 años (y a veces más pequeños)  limpiando  parabrisas de autos que los duplican en tamaño. Vendiendo baratijas. Corriendo riesgos, muchos riesgos. Son niños pobres, esa es la verdad; en su mayoría hijos de campesinos o integrantes de comunidades indígenas. Son los niños y los adolescentes que forman parte de  las estadísticas de la miseria de un país que padece necesidades y padece excesos: excesos de lujos y de criminalidad. Esa criminalidad urbana, y esa criminalidad de guante blanco, con sabor a política, a corrupción y a narcotráfico. Mientras esos niños se ganan el pan de cada día con vaya uno a saber qué historia familiar sobre sus espaldas otros niños viven otra rutina: la rutina del sueño confortable y en una casa confortable; la rutina en medio del afecto familiar; y la rutina con una muy buena alimentación y en consecuencia con  buena salud.

Paraguay. Un día del mes octubre en Asunción, la capital del país. Es de día. Un día soleado y sofocante, debido a las altas temperaturas.
En horas diurnas el contraste social, por momentos es más visible y por momentos se mimetiza con el trajín propio de una ciudad en movimiento. Con una dinámica más “civilizada”, que parecería no ser tan cruel. Pero es muy cruel. Es muy perversa. Es contraste puro. Muy ricos, ricos, no tan ricos, trabajadores no tan pobres y pobres. Todos por las calles viviendo sus respectivas vidas, sus respectivos destinos.
En Asunción, en sus calles, y en sus casas, se dan cita: la cultura guaranítica y la cultura del hombre moderno. Y salvo el extranjero, todos hablan dos lenguas: el guaraní y el castellano. Un castellano perfecto. Un guaraní perfecto y blindado para el visitante. Porque el guaraní no es una cultura idiomática, es patrimonio nacional. Y tanto lo fue, que en los tiempos de la dictadura stronista, el guaraní  llegó a ser prohibido, porque hablarlo era sinónimo de libertad, de identidad, de resistencia.
 Me encuentro recorriendo las calles de Asunción.
Y a mi alrededor no hay más que contrastes humanos, y un tránsito endiablado. No hay más que calles  empedradas y  asfaltos que parecen  suelo lunar, por los tantos baches y las tantas grietas. Baches y grietas que hacen saltar a los vehículos pesados y a los vehículos livianos. Baches y grietas que nos hacen saltar a todos.
A todos, los que forman parte de esa rutina implacable. En la que hay unos que acumulan riquezas y otros que acumulan desesperanzas y sufrimientos. Las desesperanzas y los sufrimientos que fueron el legado de una guerra. La guerra de la Triple Alianza. Una guerra que derrumbó de un plumazo a un país rico para transformarlo en un país pobre. Literalmente uno de los más pobres de América del Sur. Y todo gracias al Brasil, a la Argentina y al Uruguay, y por si fuera poco a Inglaterra. La guerra de la Triple Alianza, la que se enseña en las escuelas y los liceos. La guerra cuyas consecuencias se ven y se palpan hoy. Hoy, con realidades que golpean a los ojos y al alma.
Me encuentro en la plaza que está frente al Congreso Nacional, a un costado del río Paraguay y a un costado del Cabildo paraguayo, y se me hace que va perdiendo la imagen de una plaza para convertirse en la imagen de una ciudad en construcción. Y no me equivoco. Allí, en un enorme espacio público, donde árboles y gentes dan forma y color al paisaje urbano, gente muy humilde viene instalando sus viviendas.
Decir viviendas es un burdo eufemismo.
Da vergüenza ver a hombres, mujeres y niños, viviendo allí. En precarias casas de madera. O mejor dicho en cajas de madera a modo de casas. Casas  instaladas en una jornada de calor. Instaladas por manos pobres y desesperadas. Casas improvisadas en los espacios libres de una plaza donde  sus pasajes sirven para el estacionamiento vehicular.
Cajas de madera liviana en cuyo interior se ponen camas y colchones, algunos enseres y donde se vive el día a día. Entre hijos y nietos. Tomando tereré. Cocinando alimentos hallados vaya uno a saber dónde y cómo.
los pobres2Cajas de madera liviana en cuyo interior hay vidas. Vidas que han sido olvidadas por el Estado. Por los gobernantes. Por los políticos. Por diputados y senadores. Por la sociedad, en definitiva.
¨Somos gente de acá abajo, del barrio La Chacarita que se dice 3 de Febrero. Vinimos a instalarnos acá por las inundaciones. Hace muchísimo ya que estamos con problemas por la subida de las aguas y nadie pone un alto en esto. Las autoridades no nos hacen caso. No nos dan ninguna ayuda” me cuenta Carmen Díaz. Me cuenta además que tiene 43 años, que está allí con sus cinco hijos, que la mayoría de las personas que viven así como ella, son recicladores de basura o tiene oficios pero poco trabajo. Y me cuenta que las maderas las consiguen como pueden ayudándose entre sí.
Mientras Carmen me habla no puedo dejar de ver lo que ocurre a mi entorno.
Un camión va llegando por una callejuela. Se va estacionando marcha atrás esquivando vehículos estacionados. Niños y mujeres y hombres jóvenes ayudan a la descarga de maderas. Otros con picos y palas van trabajando el terrero de los espacios libres y van construyendo su nuevo hogar, que de nuevo no tiene nada, porque son maderas usadas que hay que ir ensamblando con clavos y martillos y un poco de ingenio, y antes de que venga la noche.
los pobres3Son cajas de madera a modo de viviendas. Una vez armadas el hogar será ese. Por varias semanas y a veces meses. No hay baños instalados, hay soluciones improvisadas y hay olores. Hay edificaciones de un solo ambiente en una plaza pública. Y en cada edificación se intima, se sueña, se descansa y si por esas desgracias llueve, se cocina y se come dentro.
Mientras Carmen nos habla, hace mucho calor. Hay sillas portátiles afuera, en el gran patio de la plaza pública. El gran patio de los desposeídos. Los desposeídos que arman sus casas a los ojos de los parlamentarios que están en el Congreso y que cada vez que deben abandonarlo se topan con la realidad de un pueblo en sufrimiento. Porque el otro pueblo, el de la opulencia y el del confort no se ve obligado a estar allí, en una plaza pública.
Mientras Carmen habla, las casas se siguen edificando y ella no hace pausa en su relato.
“Somos muchas familias las que estamos acá. Con muchos niños. Y allá en el Congreso todos saben que estamos acá desde hace unos días. Pero no nos dan importancia. Acá nosotros necesitamos terciadas, chapas, maderas, alimentos. Pero las ayudas son pocas. Y acá vamos a estar hasta cuando baje el agua. No es la primera vez que hacemos esto. Esto debería haber tenido una solución desde hace tiempo pero los políticos no hacen nada por los pobres. Porque nosotros somos pobres, así como lo ve. Si tuviera un político frente a mí ahora mismo le diría que nos dé una solución, porque no es justo, ni nos gusta venir e irnos acá abajo cada vez que baja o sube el agua del río. Cada vez se destruyen nuestras cosas y cada vez vamos perdiendo lo poco que tenemos. . Yo soy recicladora, junto latitas y botellas, no tengo profesión y mi compañero trabaja muy lejos, Cuando viene, me ayuda de paso, pero después nos quedamos solos con mis hijos”
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Las gentes olvidadas de Asunción que suben a la Plaza del Congreso cada vez que las aguas del río se desbordan e inundan el barrio La Chacarita.
Las gentes olvidadas del Paraguay democrático. Un Paraguay democrático que se jacta de las bondades de una democracia hipócrita. Una sociedad que se hace trampa al solitario. Una sociedad que mira a la distancia a los que  tienen ese destino. Ese destino de los que no tuvieron oportunidades para vivir dignamente. Y que por generaciones son pisoteados, ignorados, vituperados y criminalizados.
Las gentes olvidadas por un sistema cruel. Tan cruel como el agua del río que sube y lleva a las familias a la plaza pública. Pero aún así la crueldad de la naturaleza no es tal al lado de la crueldad humana.
La crueldad humana que permite estas situaciones.
Los gobernantes que siguen mirando a un costado mientras otros “viven” en las plazas públicas. Y en cajas de madera.
La pobreza de unos por culpa de otros, indigna, pero más indigna saber que son muchas las causas de esa pobreza. Nos indigna y nos subleva que hoy se siga fomentando (e institucionalizando)  esa pobreza desde los sitiales del individualismo, del consumismo, del egoísmo  y del poder político.
En las cajas de madera, porque decir que son casas, sigo insistiendo,  es un eufemismo lacerante y obsceno, viven personas. Personas a las cuales se les está dando la espalda como sociedad. Personas a las cuales se les está conculcando sus derechos.
Cuando los políticos y los gobernantes dicen que en la Constitución de la República  del Paraguay se establece que todos tienen derecho a la vivienda, se está diciendo una mentira.
Caminando entre el caserío de la Plaza del Congreso de Asunción del Paraguay alguien se me acercó y me dijo que cuando sube el río junto al barrio La Chacarita el derecho a la vivienda para los ciudadanos, como lo manda la Constitución de la República, no existe.
 Y agregó: “No existe, porque hace ya bastante tiempo a ese derecho  se lo llevó la corriente y nunca más se lo pudo recuperar”
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*Fotos de Leandro Gómez de Our Voice

 

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