Por Jean Georges Almendras y Giorgio Bongiovanni-14 de noviembre de 2019
Por enésima vez en la historia de Bolivia por las calles de muchas de sus ciudades se derramo sangre de los hijos de esa entrañable tierra aymara y quechua .Las represiones se adueñaron de los puntos más emblemáticos de la capital –La Paz- y de El Alto, y de otros puntos. Los uniformados al servicio de quienes maquinaron desde las sombras el reciente golpe de Estado (fascista y con la típica impronta del imperio yanqui) descargaron balas, palos y gases sobre los movilizados. Alfombras humanas de hombres y mujeres (entonando consignas y armados con palos) se lanzaron por las avenidas rumbo a la Plaza Murillo (donde se encuentra el Palacio Quemado) en defensa de la democracia. En definitiva, en defensa de la cultura indígena. Los campesinos, los mineros, los bolivianos y las bolivianas, de los sectores indígenas de la población (que por 500 años fueron postergados y explotados por el hombre blanco) tras los hechos, no se doblegaron. Por el contrario, se rebelaron. Pero no se rebelaron únicamente por capricho coyuntural motivado por el derrocamiento de Evo Morales. Se rebelaron con fundamento histórico. El fundamento que les da su cultura, y sus antepasados, y las luchas de sus antepasados. Las luchas del indio Julián Apaza, que tomó el nombre de “Túpac Katari” en La Paz; las luchas de José Gabriel Condorcanqui, que tomó el nombre de “Túpac Amaru” en el Cuzco; las luchas de Bartolina Sisa, esposa de “Túpac Katari”. El fundamento que les da la sangre india que corre por sus venas. Porque toda la violencia desatada sobre ellos significó con creces la violencia desatada contra la cultura indígena que va más allá de la figura del que fuera presidente de los bolivianos por 13 años, es decir el indígena aymara Evo Morales. Y hay una sola respuesta desde el pueblo indígena: la revolución de la Wiphala.
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