LA PORNOGRAFÍA POLÍTICA
En su reciente libro Progress: Ten Reasons to Look Forward to the Future, Johan Norberg, más allá de sus cuestionables omisiones, menciona una encuesta donde se formularon tres preguntas básicas a británicos y estadounidenses. Sólo el cinco por ciento respondió correctamente. Es decir, que si se formulase las mismas preguntas a un grupo de chimpancés, probablemente éstos elegirían sus respuestas al azar y el treinta y tres por ciento respondería correctamente.
¿Por qué los humanos demostrarían más necedad que un grupo de chimpancés sobre política y sociedad (humana)? ¿No es la negación del cambio climático otro ejemplo de lo mismo? El ciego azar de la naturaleza es más sabio que la Opinión Pública.
El pequeño experimento sugiere al menos dos posibilidades: 1) una natural tendencia humana a engañarse a sí misma o 2) una manipulación sistemática de la opinión ajena. Aunque fuese correcta, la primera posibilidad podría corregirse fácilmente con esa otra dimensión humana llamada razón o inteligencia.
La segunda posibilidad incluye a la primera: la propaganda explota las debilidades psicológicas para aceptar, con fanatismo, cualquier mentira. De otra forma no se comprendería cómo pueblos desarrollados, que conocieron la Ilustración, sean capaces de marchar, como las ratas y los niños tras la música del flautista mágico de Hamelin, para ahogarse en el río Weser. El flautista es Edward Bernays, el padre de la propaganda política, autor de La ingeniería del consenso, de la venta de cigarrillos, guerras y golpes de Estado; la flauta, los medios masivos de comunicación.
Los integrantes de un país, de una cultura, siempre se ven y se representan mucho mejor de lo que los hechos dicen de ellos. Las Cruzadas no se consideran actos de terrorismo de países periféricos y subdesarrollados, como lo era Europa en el siglo XII, sino de príncipes y héroes al estilo de San Jorge, montado un caballo blanco y matando infieles con elegancia, como ahora lo hacen los fanáticos del Estado Islámico, vestidos de negro. En Estados Unidos, el masivo robo a los indios fue una guerra de defensa ante los sistemáticos asaltos de los salvajes (los terroristas del siglo XVIII y más allá). El despojo de la mitad del territorio mexicano en el siglo XIX fue otra defensa del Destino manifiesto, atacado luego por bandoleros y asesinos “de raza híbrida”, sin cultura y con una religión primitiva (la católica). Las sistemáticas intervenciones y promociones de golpes de Estados que dejaron millones de muertos y perseguidos en América Latina durante el siglo XX, en realidad, fueron para luchar contra monstruos como Ernesto Che Guevara, un asesino impiadoso. Etcétera.
“Qué terrible es la historia de América Latina. América (EE.UU.) nunca tuvo una dictadura”, observó una vez una estudiante que apenas comenzaba a descubrir la historia reprimida. Este tipo de obviedades es la norma fuera de las universidades.
“¿Quieres la verdad o algo mejor?”, le pregunté.
La respuesta de un outsider o de un estadounidense bien informado sería echar mano a la clásica ironía de “eso se debe a que en Estados Unidos nunca hubo una embajada estadounidense”, o relativizar el valor de la democracia de este país, restringida por una larga historia de oscuros poderes económicos y de corrupciones legales.
Sin embargo, no es necesario ser tan sutil. Bastaría con tomar cualquier afirmación obvia y ponerla entre dos signos de interrogación: “¿En Estados Unidos nunca hubo una dictadura?” pregunté. “Durante todo su primer siglo (casi la mitad de su existencia) los indios, los negros, los marrones y las mujeres no podían votar ni ser elegidos. De hecho los negros eran esclavos y en algunos estados eran mayoría. De hecho solo entre el cinco y el quince por ciento de la población, que por pura casualidad eran hombres blancos y propietarios, por ley o por práctica votaban y podían ser votados. ¿No es esa la perfecta definición de una dictadura?”
Pero qué importancia tiene un razonamiento semejante cuando los mitos sociales son, por lejos, más poderosos.
Es decir, la Era de la Pos-verdad no es algo nuevo. Pero a lo largo del siglo XX la verdad debió ser ocultada al público para que fuese posible su manipulación. Lo que es nuevo es la voluntad de la población de ignorar los hechos una vez revelados, su complacencia y fidelidad con una mentira revelada. Ya no existe la excusa de que no hay acceso a la información, que los crímenes de las potencias civilizadas y civilizadoras permanecen ocultos. Los documentos originales donde los mismos actores reconocen sus crímenes (como Hernán Cortes los confesaba con orgullo en sus cartas) están al alcance de cualquiera. Pero no cualquiera está dispuesto a ir a las fuentes y a reconocer los hechos por encima de sus pasiones y frustraciones. A juzgar por los resultados, la mayoría.
Eso es lo nuevo: no la manipulación de la verdad a través de la propaganda sino la importancia casi nula que tiene la verdad ante una población que lo que quiere no es la verdad sino consumir narrativas que calmen sus deseos y frustraciones.
La política se ha vuelto así un acto de catarsis, como antes lo era el fútbol y el prostíbulo.
Afortunadamente las constituciones occidentales más antigua fueron escritas bajo influencia directa de la Ilustración. Pero las leyes son otra cosa: frecuentemente están dictadas por los poderes que financian a los políticos o mantienen una desproporcionada representación en los congresos: más de la mitad de los “representantes del pueblo” son millonarios, es decir, representan a un dos o tres por ciento de la población. Ahora un magnate misógino y clasista como Donald Trump es “el candidato de los trabajadores”.
Hay libertad de expresión, sin duda. ¿Pero hay libertad de pensamiento?
Responsabilizar a las redes sociales como la causa de la Era de la Pos-verdad es uno de los lugares más comunes de la sociología actual. ¿Y qué hay del explosivo consumo de pornografía? ¿No vivimos en una era de pornografía epistemológica, donde la verdad es la mujer-objeto?
En la pornografía, el consumidor asume que todo es falso. Pero debe haber un compromiso implícito de autoengaño: lo que importa no es la verdad sino la excitación a través de la violencia, sea física o moral.
Aunque una vacía vulgarización del erotismo, en sí misma la pornografía no tendría nada de malo. El problema es que (al igual que el requisito de creer por sobre cualquier evidencia, práctica común de los fanáticos religiosos en cualquier in-doctrinación infantil y adulta) los hábitos y las in-habilidades pornográficas se observan en la narrativa y en la conducta política. De nada importa que los estudios contradigan todo lo que se atribuye a la inmigración. Lo que importa es encontrar a alguien que logre articular un discurso fragmentado y primitivo que sostenga lo contrario. Sus seguidores aplaudirán cada eyaculación con entusiasmo.
Quienes se propongan interrumpir semejantes orgasmos sociópatas, serán vistos como traidores a la patria o a algún otro tótem social. La frustración de la tribu se exorciza ejercitando el sadomasoquismo fascista y sacrificando a algunas víctimas –entre ellas, la verdad de los hechos–, que hasta un grupo de chimpancés respetaría.
* Escritor uruguayo, profesor en Jacksonville University, College of Arts and Sciences, Division of Humanities.
Link: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-313590-2016-11-07.html
- Detalles
- OPINIONES