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saverioprovenzano200El Estado-Mafia pierde a uno de sus mejores hombres

Por Saverio Lodato - 13 de Julio de 2016

Con Bernardo Provenzano se va uno de los últimos grandes Mafiosos de Estado que durante décadas han alimentado la leyenda de que Cosa Nostra no era más que una realidad criminal autosuficiente, impermeable ante los condicionamientos externos, hostil y opositora a las instituciones y a sus representantes. Un lindo cuento, una vehemente visión de las cosas, la materia ideal para esa infinita retórica que ha mantenido en el engaño a los italianos sobre dicho argumento. Pero no dejaba de ser una visión imaginaria.

Provenzano, quien durante 43 años se mantuvo prófugo, siendo invisible, imposible de atrapar,  intocable,  no gozaba de Santos en el Paraíso, ya que Sicilia era su auténtico Paraíso en la Tierra; donde solo de palabra todos fingían estar buscándolo, bien listos para mirar para otro lado en el caso que alguien lo llegara  a encontrar.

Así es. Y es inútil seguir adornando el asunto.

De hecho medio siglo estando prófugo es algo que se puede lograr solo si se teje una red infinita de delitos, complicidades, alianzas, favores, secretos mantenidos, chantajes, corrupción, enmarcados en una lógica de connivencia permanente con el Poder, con los Poderes, todos aquellos con los cuales a Provenzano le había tocado negociar.

Hayan sido  poderes criminales, poderes políticos, poderes económicos, poderes bancarios, poderes religiosos, poderes ocultos, poderes de Estado, o poderes desviados.

Se había forjado la fama del mafioso bueno. La fama del mafioso que, ante los atentados de los años ’92-’94, se había opuesto, había querido que quedara asentada en las actas de Cosa Nostra todo su rechazo, salvo que después obedecería a la evidente ferocidad de Totò Riina y a la de su cuñado, Leoluca Bagarella, porque nunca sintió  hacer con fuerza su “gran rechazo”. Y las cadenas perpetuas que recayeron sobre él lo demuestran.

También en relación a ello es inútil adornar el asunto. Efectivamente no es casualidad que a partir del 15 de enero de 1993, el día en el que fue arrestado Totò Riina, después de haber estado prófugo por “apenas” 30 años, la paz mafiosa reinó en Sicilia por más de tres quinquenios.

“A partir de ahora todos callados y debajo de la manta” fue la orden impartida por el jefe mafioso corleonés a ese “pueblo” criminal traumatizado tanto por la gratuita ferocidad de sus líderes que por la acción represiva de las fuerzas del orden que finalmente, luego de un siglo de complicidades, reaccionaron ante dicha ferocidad.

Todos los expertos en el tema saben perfectamente que el dato que sirvió para capturar Totò Riina partió directamente de Provenzano y de su entorno. Los buenos policías, a quienes se les atribuyó todo el mérito de la “captura milagrosa” en calle Bernini (donde fue atrapado Riina) no fueron – como decía el antiguo filósofo Zenone – del punto A al punto B. Sino del punto B al punto C, puesto que en la casilla inicial estaba en todo sentido“u' zu Binnu" Provenzano, quien se había dado cuenta de que los tiempos habían cambiado. Y es por ello que había decidido revelar dónde se escondía el punto B, alias Riina. Pero esto, lamentablemente, no se puede decir.

La opinión pública reclamaba respuestas después del asesinato de Giovanni Falcone y de Paolo Borsellino.

Los exponentes políticos que sabían exactamente todo lo que los jefes mafiosos de Cosa Nostra sabían de ellos estaban literalmente aterrorizados. A partir de allí, además, surgieron los diferentes capítulos de la Negociación, que no por casualidad terminaron siendo objeto de un juicio en el que en medio de tantos “cuellos blancos” vemos hoy a Riina y a Provenzano como imputados.

Pero regresemos a esos tiempos. El mundo a esa altura miraba hacia Italia con desconcierto y disgusto. Era imperante llegar a una tregua. Las armas tenían que dejar de disparar. En voz alta se reclamaba que hubiera una mafia silenciosa, con la cual se pudiera negociar con calma, sin la molestia de las extenuantes campañas periodísticas y mediáticas (que en ese entonces se seguían haciendo). Y fue un Ministro de la República, precisamente en esos años, quien declaró lo que en el pasado habría sonado como una blasfemia: “tenemos que convivir con la mafia”.

Por lo tanto Provenzano se convirtió en “el hombre nuevo” y “el hombre bueno” al cual le salió bien el milagro de hacer que se olvidara hasta la misma existencia de Cosa Nostra. Fue quien hizo que se apagaran los reflectores. Quien debilitó la voz de los “Grillos Cantores”de la antimafia. Quien implementó la sobria correspondencia representada por los “pizzini” (órdenes mafiosas escritas en pedazos de papel) con los que había que regular el enorme tráfico de negocios que, en ausencia del derramamiento de sangre, comenzaba a florecer nuevamente y con gran ímpetu.

La prueba de todo esto es que Totò Riina, habiendo sido encarcelado, en varias oportunidades no renunció a emitir juicios de desprecio en cuanto a su fiel seguidor de un tiempo, ya sea por su “traición” como porque envidiaba un poco el nuevo rol que las instituciones le habían adjudicado a su medida, dejándolo en libertad.

Tommaso Buscetta me habló, poco antes de morir, de los lejanos años '50 y '60 cuando la mala raza mafiosa corleonesa había comenzado a quedar al centro de la atención . Específicamente me contó que, inexplicablemente, precisamente sólo a la “familia” corleonesa se le reconocía el derecho de participar a las reuniones de la “Cúpula” de Cosa Nostra no solo con uno sino con dos representantes: Riina y Provenzano.

Buscetta iba más allá, sospechando que entre una reunión de la “Cúpula” y otra, a las cuales raramente participaban ambos, uno de ellos hablaba con “el exterior” de los argumentos tratados y de decisiones tomadas en ese Olimpo criminal.

Buscetta sabía de qué hablaba. Ya entonces, mucho mejor que ciertos grandes profesores e historiadores de hoy, había sentido el olor de azufre que emanaba de algunos “uniformes”.

Lo demás se sabe: que Provenzano, por ejemplo, comía miel, queso y achicoria.

Ha muerto – querríamos decir si no fuera una expresión bastante rústica – como tenía que hacerlo alguien de su rango: dentro de la patria carcelaria y además cuando ya estaba gravemente enfermo y no muy en sus cabales. Pero fue un Hombre de Honor (un mafioso).

Que no vio nada. No supo nada. No dijo nada. Y es por ello que el Estado-Mafia le estará eternamente agradecido.

 
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La columna de Saverio Lodato

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