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iraquiesLOS LOCOS IRAQUÍES
Un grupo de iraquíes observa el cráter que este jueves dejó un coche bomba en Bagdad. | AFP
•    El puñado de kilómetros que hemos recorrido confirma mis peores temores
•    Los locos iraquíes se matan entre ellos. Se odian desde siempre
•    Hoy en Bagdad, vivir o morir es solo cuestión de suerte
Carlos Hernández | Bagdad
El hotel ubicado dentro del recinto del Aeropuerto Internacional de Bagdad es una serie de barracones de plástico dotados con las comodidades más básicas. Alguno de los buitres que se están enriqueciendo durante la posguerra (o mejor dicho, durante la fase actual de esta guerra inconclusa), se ha aprovechado de la inseguridad reinante para montar aquí un pingüe negocio. 225 dólares por una cutre habitación situada, en mi caso, en el ala masculina del edificio. Porque sí, el hotel te segrega por sexos, algo impensable hace 10 años bajo la tiranía de Sadam.
En este lugar estamos encerrados los miembros de la comisión judicial que ha viajado a Bagdad para investigar el ataque norteamericano contra el Hotel Palestina. La llegada al aeropuerto y el traslado hasta este antro, ha sido el primer y único contacto que, de momento, he tenido con aquel Iraq que conocí hace ocho años. Un puñado de kilómetros que hemos recorrido en un convoy de coches blindados organizado por la Embajada Española. Poco tiempo, pocos datos y pocas imágenes pero que ya me confirman algunos de mis peores temores.
"Vivir o morir es solo cuestión de suerte, es una lotería" me dice uno de los GEOS que forma parte de la escolta. Son siete policías que llevan algo más de dos meses de servicio en Bagdad. Tienen su cuartel general en el antaño seguro y populoso barrio de Al Mansur. Un lugar que hoy se asienta sobre un polvorín. "Se oye de todo, explosiones, disparos... salimos lo menos posible porque el riesgo de no regresar es muy elevado".
Les vemos marcharse hacia su cuartel general mientras nosotros nos quedamos en el recinto del aeropuerto que, sin duda, es la zona más segura de Bagdad. Las únicas explosiones que han hecho retumbar las ventanas de la habitación provienen del cercano campo de entrenamiento de Camp Victory, la gigantesca base norteamericana.
En ella se acuartela buena parte de las tropas estadounidenses que ya no patrullan las ciudades y pueblos de Iraq. Esa es la principal razón del radical descenso en el número de sus bajas. Los coches bomba, los ataques con mortero, los terroristas que se inmolan... ya solo acaban con la vida de civiles y miembros de las fuerzas de seguridad iraquíes.
La peor sensación
Este mismo jueves, medio centenar de personas han muerto muy cerca de aquí en diversos atentados. Unas fuentes hablan de la jornada más sangrienta desde hace tres meses, otras afirman que hay que remontarse a 2009 para encontrar una bestialidad similar. Me pregunto ¡que más da! Aquí siguen muriendo cada día decenas de hombres, mujeres y niños. Los locos iraquíes se matan entre ellos. Se odian desde siempre y como bestias salvajes que son, se dedican a mutilar la vida de su vecino.
Esa es la peor sensación que tengo en este momento. En occidente comemos una pizza mientras vemos estas noticias y pensamos que estos locos iraquíes siempre han sido así y que por mucho que hagamos, no tienen remedio. La brocha gorda informativa ha borrado de un plumazo el pasado. Un pasado que, quizás porque no pisaba este suelo desde hace mucho tiempo, es sin embargo el que tengo en la memoria.
El Bagdad que yo recuerdo estaba lleno de vida. Al atardecer, el barrio de los artistas se llenaba de universitarios y universitarias que curioseaban en las tiendas y tenderetes que ofrecían cuadros de pintores locales. Los restaurantes permanecían abarrotados de familias que devoraban dolmas, pollo y descomunales bandejas de cordero con arroz. No me atrevería a decir que los bagdadies eran completamente felices, pero sí que disfrutaban de una calidad de vida muy superior a la de muchos otros países árabes.
Mientras contemplo una mala copia de uno de esos cuadros colgando de la pared de plástico de mi habitación, recuerdo cómo vi desaparecer ese Bagdad, quizás para siempre, a finales de marzo de 2003. Se lo llevo por delante una operación militar que, con una ironía digna de premio pulitzer, fue bautizada con el nombre de 'Libertad Iraquí'.
Hoy en Bagdad, vivir o morir es solo cuestión de suerte, tal y como decía ese joven GEO que, seguidamente, me confesaba que no veía el momento de volver a casa. Los iraquíes que en ese sorteo son agraciados con el premio de la vida, tienen que buscar un plato de comida en una sociedad arrasada política, social y económicamente. Los artistas han desaparecido entre las ruinas del que fuera su barrio y las mujeres se encaminan a una suerte que ya conocen bien sus hermanas de Yemen, Afganistán o de ese gran aliado de occidente que es Arabia Saudita.
Lo siento yo y lo sienten aun más mis colegas periodistas que forman parte de la comisión judicial. Cristina, Ángeles y Olga han tenido que soportar que la dirección del hotel les recriminara su impudicia por adentrarse en el ala masculina. De poco sirve explicar que solo así pueden compartir nuestros ordenadores, intercambiar información o utilizar la mesa de edición en la que hay que realizar la pieza del Telediario de las nueve.
La violencia, la pobreza y la desesperación es el fango en que mejor se mueven los despreciables apóstoles del integrismo radical. Si la vida de la gente sencilla depende, cada día, de un macabro sorteo diario que, hace ocho años, pusieron en marcha un inmenso grupo de uniformados extranjeros ¿Qué podemos pedirles? ¿Qué podemos recriminarles?
Cuando en unas horas visitemos el centro de la ciudad y volvamos a pisar el Hotel Palestina, estoy ya seguro de que no reconoceré Bagdad. Me intentaré quedar con la imagen del barrio de los artesanos y me negaré definitivamente a juzgar a estos locos iraquíes.
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Carlos Hernández es periodista. Cubría para Antena 3 TV la guerra del Golfo y estaba en el Hotel Palestina el día del ataque.
viernes 28/01/2011
http://www.elmundo.es/elmundo/2011/01/27/espana/1296164177.html

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