El juicio por la filtración de documentos secretos marca el tercer aniversario de Francisco
Roma 13 MAR 2016
Durante sus 27 años de pontificado, Juan Pablo II elevó a los altares a 1.338 beatos y a 482 santos, muchos más que en toda la historia de la Iglesia católica. La compleja maquinaria burocrática encargada de los procesos de canonización llegó a funcionar a tal ritmo que empezó a conocerse como “la fábrica de santos”. La fiebre del oro no fue nada comparada con el ansia de cada congregación por ver a su fundador elevado a los altares. Y buena es Roma —y ya no digamos la Roma vaticana— para no sacar provecho de un asunto así. La santidad se convirtió en una mina a cielo abierto. Hasta tal punto que una maraña de abogados avispados y prelados sin escrúpulos se adueñó de una suerte de monopolio que, ya en tiempos de Benedicto XVI, llegó a facturar 332.000 euros por convertir en beato a un predicador estadounidense o 750.000 por una peana de santo para Antonio Rosmini, un conde italiano del siglo XIX que fundó el Instituto de la caridad. En ese momento de la fiesta estábamos —un conocido postulador llegó a incluir un catering de 10.000 euros en la causa de un pobre mártir vietnamita— cuando llegó el papa Francisco y mandó parar.
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